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EL LIBERAL . Viceversa

La que respira

28/05/2022 21:55 Viceversa
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La que respira La que respira

Recordar es ponerle nombre

a lo que no quiero.

La puerta se abrió con una

ráfaga que llegó del sur.

PoOJjjjsss…

Ojjjhuutpssss…

Luego de desayunar me fui

a la playa.

El sol me daba de lleno en

la cara, los brazos y las piernas.

Solo debía darle a la pata

unas cuantas calles abajo

que hacía, como casi todo

por aquella época, sin el menor

esfuerzo. Ya desde la zona

de campings podía ver el mar

confundirse con el cielo.

Descalzo, con las zapatillas

en la mano, caminé hasta

mucho después del mediodía.

Debí hacer varios kilómetros

sin que me diera cuenta,

sin que el menor síntoma de

fatiga me picara. Más de una

vez me lamenté por no haber

llevado un poco más de

agua.

Si por aquellos días ya

hubiera tenido hecha mi lectura

de Robinson Crusoe, seguramente,

creo, me habría

sentido un tanto reconfortado,

porque después de todo,

siempre pude haberme salido

de la isla. Pero escaparse esconde

un asunto de estilo que

complica la cuestión.

Cuando el sol comenzó a

calentar la arena y mis pies

desnudos no pudieron soportarlo,

me recosté bajo la sombra

de un acantilado muy alto

y antiguo. Cerré los ojos. Me

dormí.

Cuando desperté, me

sentí totalmente helado. Pensé

que iba a morirme cuando

comencé a temblar; dejar

de vivir equivalía a dejar a

la suerte muchas cosas:

mis dibujos de

batallas espaciales

y dinosaurios;

una bolsa

de bolitas;

doce mentiras;

a mi vieja:

mi vieja

que se pasaba

todo el día

laburando para

que no muriéramos,

para que no

termináramos los dos

en la calle y sin juegos. (Elipsis).

Pero, lo cierto, y triste,

era que siempre hubo entre

los dos poco tiempo para jugar.

Porque si no era con ella

yo no jugaba, salvo que se me

obligara en el colegio: apuntándome

con el dedo como

si tener elección fuera cosa

de locos, o de Tomás Moro,

o de aquél perro desgraciado

de Agustín Coria que, ahora

que lo recuerdo, me robó un

turrón en el jardín; el mismo

al que muchos años después

crucé en la Paz y que se hacía

llamar Cristóbal Colón; se ganaba

la vida vendiendo cocaína

de la mala a turistas, prostitutas,

enfermos de sida, enfermos

de hambre, mendigos

y rudos transportistas que le

pagaban con sexo. Porque no

solo había cambiado de nombre,

se había convertido a duras

penas en “maricón”—según

me dijo él mismo en La

Berita Salvaje; y fue, Agustín,

uno de esos que se aguantó

las vergas más infecciosas de

cuanto cabrón lo fundió detrás

de camiones y médanos

desfigurados por sol y viento.

“Ey lagartija redonda”, le decían

en la escuela, en los recreos,

en medio de un juego.

Los juegos.

El mar oscuro y ruidoso.

Creí ver, montado sobre

un lunar cuerpo de agua, un

baúl rojo que me recordó a

Cristo. Pero no a cualquier

Cristo, sino al de madera que

colgaba sobre el dintel superior

de la puerta de la cocina.

Cada vez que pasaba por debajo,

pedía permiso, murmuraba

una oración, o me agachaba

un poco, por miedo, en

el fondo siempre es miedo.

Y recuerdo a mi padre caminando

por la casa que lo

vio tanto como yo: abrazando

a mi vieja; alzándome en sus

hombros; recostado en el sillón

mirando la tele; yo detrás

de él con una manzana en la

mano, contando los mosquitos

del techo, o bien, marchándose,

cerrando la puerta,

atorado a una camisa celeste

y un pantalón gris, que

creo, era la única ropa que tenía,

pero también pudo haber

sido la ropa que usaba

cuando iba a vernos, la única

vez que fue a la casa

mientras yo comía

una manzana.

Lo acepto

y lo niego. No

es nada original

a esta altura

del partido,

porque

es muy probable

que mis

recuerdos de

él, daten, todos

ellos, del día en que

fue a conocerme y ver

qué tan parecido a él o su padre

era, y nunca más regresó,

y creo que está bien, que

está bien que las cosas entre

él y mamá, y entre él y yo, se

dieran de esa manera y no de

otra, sin embargo no es tan

fácil. Vivir puede ser tan deprimente

como escribir mal y

que te den un premio.

Mi madre viene del interior

de Santiago.

Morocha,

india, negra, igual que sus padres

que son mis abuelos maternos

y que por muchos años

creí que no existían. Hubo un

tiempo en el que pensaba que

solo tenía abuelos por parte

de mi viejo, sin que importase

el hecho de que jamás los

vi (qué sé yo), y ahora pienso

que quizá fue mi culpa, porque

nunca, ni siquiera una

vez, intenté preguntarle a ella

si tenía padres, y, cuando mamá

estaba en casa, después de

todo, no jugábamos mucho:

veinte minutos y nada más,

y me iba a ver dibujitos o El

Chavo del 8, y me ponía a desear

al igual que él, las “tortas

de jamón”, las paletas gigantes,

las gaseosas, y esos “pasteles”

que solo podían ser el

producto de algún hechizo de

la Bruja del 71; todo de Quico,

y que Quico comía de manera

incompetente e inútil, como

nunca lo hubiera hecho

El Chavo, y ni siquiera yo, y

tampoco mi amigo Mariano

que, junto con el Germán (su

hermano, alias…, no recuerdo)

siempre comían tomates,

algún pan criollo o limones

mientras disputábamos improvisados

partiditos de futbol:

sobre la calle, al frente

de nuestras casas, debajo de

un árbol, utilizando como señales

para perimetrar los arcos

nuestras zapatillas, una

remera, un chorro de meada

proporcionado por el adorable

de Giani, que siempre,

mientras podía, se las arreglaba

para usurparnos la pelota

que a los ponchazos habíamos

logrado parchar y con

ello perdido casi toda la tarde,

y precisamente, esos eran

los momentos en que la gran

mayoría desertaba y todo para

qué, para ir y darse con la

noticia de que en la casa no

había luz, ni matecocido; solo

un par de velas y un poco de

guiso estancado desde el mediodía

en una olla llena de tizne

sobre la cocina; las vinchucas

propagando sus benditas

economías…

¿Y qué tiene que

sea del interior?, podrán preguntarme

ustedes mientras

me “leen” esperando que diga

algo inolvidable, algo discursivamente

estándar. Tiene

mucho que ver, porque si escribo

de esta manera tan decaída

es porque mi madre es

de Santiago del Estero, y en

parte, o por otro lado, es posible

que les esté tomando,

hegelianamente, el pelo.

Esta

es una historia en medio del

viento.

Yo soy como mi vieja. Y

punto.

Al igual que antes me cuesta

abrir la boca.

Prefiero estar callado frente

a otros, pero también cuando

estoy solo, a mitad de la

noche, a mitad del fin, del último

suicidio colectivo.

Seguí en la playa hasta entrada

la tarde.

Cuando volví a sentir el

azote del frío, comencé a caminar

por donde los médanos

parecían más vivos e inquietos.

A la distancia, cambiaban

de posición junto con

las olas que se batían pleitos

sucedáneos, inalterables, perseguidas

por un cielo gris, cuyas

nubes, remontadas, crujían

en una especie de música

fantástica.

Siempre está la posibilidad

de salirse de la isla.

Y cuando llegué la casa estaba

vacía.

Vi partir al último auto poco

antes de llegar: tres cuadras

atrás, frente al almacén

de Migui, donde había algunos

chicos, más chicos que

yo, jugando al metegol, debajo

de la sucia galería que aún

hoy sigue igual que ese día

—o eso supongo—, como si

el tiempo se hubiese agotado

por pereza.

Esperé a que el auto se alejara

de la casa.

Encontré la puerta del fondo

abierta.

Primero, metí la cabeza,

procurando no hacer ruido.

Luego de hacer un paneo,

mitad adentro, mitad afuera,

descubrí al Giani comiendo

un pedazo de carne asada

debajo de la mesa. Por su

parte, la cocina, estaba dada

vuelta: platos, tazas y vasos

sin lavar desbordando la

bacha. Las moscas, ¡una invasión!,

sobrevolaban la mesa

y chocaban una y otra vez

contra los vidrios de las ventanas.

Pude reconstruir, por

las huellas de tierra marcadas

en el piso, los movimientos

que se habían realizado: yendo

y viniendo, todo un montón

de gente alrededor del pequeño

ataúd de mi hermanita

muerta.

Ese maldito montón

de gente interrumpiendo

y haciendo tanto ruido.

Antes de barrer mojé un

poco el piso para no levantar

polvo. Cuando terminé encendí

una hornalla y puse un

tarrito de aluminio sobre el

fuego. Cuando sentí que habían

pasado horas y horas,

mientras esperaba a que el

agua hirviera, me fui a la pieza.

Llevé el matecocido conmigo.

Aquella, creo, fue la última

vez que me quemé. Me

saqué los zapatos y los lancé

justo debajo de la ventana de

un golpe furioso. Me recosté.

Bebí todo con un par de galletas

saladas, aún no lo olvido,

húmedas, inverosímiles.

Cuando escuché que

abrían la puerta, cerré los

ojos, apreté las manos, y me

hice el dormido.

Sentí que se acercaba hacia

mí, muy despacio, como

agua.

Pero yo me dormí.

Posdata 1. Ese día no tuvo

ningún paseo por el mar,

solo mucho viento llevándose

cualquier cosa al cielo, solo

este mismo vacío.

Posdata 2. Agustín Coria

pudo haber sido escritor o astronauta.

Seguramente mejor

escritor que astronauta.

Bio

Alfredo A. Díaz

(1992) es oriundo de Los Quiroga.

Desertor universitario. Escritor, tallerista,

ilustrador y coeditor de Tóxicxs

(revista y editorial artesanal).

Ha publicado relatos y artículos en

Sudestada, Catálisis, Estrépito, Tlacuache,

UH!, Mundar, etc. Autor de

“(R)Escritura” (2021) y del libro de

cuentos “Día de semana” del cual se

ha tomado esta narración.

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