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EL LIBERAL . Viceversa

Casi tocás el sol

Por Aníbal Costilla. Escritor y docente.

21/04/2024 06:00 Viceversa
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Casi tocás el sol Casi tocás el sol

¿Era así realmente cómo teníamos que terminar? 

Vos, condenada para siempre. Sin embargo, ya lo estabas desde hace… cuánto ¿dos, cinco, cien años? 

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Y yo, ¿yo? Qué importa. 

Quizás condenado también, o tirado en un sucio callejón como ese de allá afuera, donde la pálida luna ya no podrá mirar desde mis ojos ausentes. Aunque ahora me doy cuenta de que esa luna cadavérica me miraría con lástima o, al menos, con un poco de misericordia. 

Es cierto que, ni bien tuve conocimiento de lo que eras en verdad, intenté –con mi alma– huir lo más lejos posible. Sobre todo, por eso.

En efecto, lo hice. Dios sabe muy bien que lo hice, y por todo lo que tuve que pasar desde entonces. Sólo él sabe lo que fue no hallar paz en ningún sitio, ningún refugio para mi cada vez más debilitada existencia. 

Si yo hubiese sabido de todo el sufrimiento que desataría en mí por mi pasión, me hubiese defendido de tu encanto, de tu perfección; pero, como aseguran, la belleza también puede engendrar lo siniestro.  

Quién hubiera pensado que mi curiosidad de científico me llevaría al borde de la aniquilación. Aunque aún nada está resuelto, dispongo de una mínima esperanza que me pueda salvar. 

Es verdad, no lo voy a negar: tengo miedo de morir. 

Tengo terror de dejar este mundo tal como lo conozco. Si existiese otra forma para nuestro amor, daría mi alma para entregarme por completo a esa felicidad, hasta ahora imposible de sostener.

Me parece que algo de ello mencionaste antes del final. 

Quién hubiera sabido que, al encontrarte en esas ruinas orientales, en la inmensidad del desierto egipcio, me adentraría en un universo desconocido y vertiginoso. Un universo que me engulló como un agujero infinito.   

Hasta que llegues, hasta que estés aquí, y todo termine, alumbraré con mi angustia la verdad revelada, la verdad que se alimenta de mi temor, respira y jadea en mis oídos, en mis ojos ciegos de incredulidad, en mi piel que habrá de negar una y mil veces la insensata insistencia de lo horroroso.  

¿Y mi alma? Mi alma es el callejón sin salida, ese que se oscurece con cada paso que das hacia aquí (a pesar de que el día esté a unos minutos de nosotros), el que se cierra sobre mí como una pinza inexorable. 

Es evidente que no puede ser distinto: no habrá luz que toque otra vez las ventanas para nuestros días. 

Aquella vez en que terminamos ese abrazo sin tiempo, tu cuerpo de estrella perdida rodó por la habitación como un fuego fatuo atrapado en la suavidad del piso alfombrado, una laguna imperceptible. Te sobresaltaste hasta la palidez. Tus pies casi tocan el sol, repartido en líneas peligrosas que la ventana dejaba pasar a través de las cortinas. Tu cuerpo se crispó como un gato ante un peligro mortal. Las chispas de tu piel volaron hasta mi cuerpo tendido entre las sábanas, y te acurrucaste como una sombra debajo de mis brazos. 

No sé si llorabas o reías, de tu cuerpo emergían gemidos inconclusos, dulces e indefensos. "El calor de tu sombra me protegerá…", susurraste varias veces.

Ese fue el único momento en el que creí tener el control. Sin embargo, las noches volvieron a conferirte un poder que crecía con el paso de las horas. Yo era consciente de eso, pero insensato, un suicida.

Hasta donde sé, al igual que yo, podrías morir. Pero no es correcto aferrarse a esa ilusión. No tengo la suficiente capacidad para urdir una estrategia que pueda enfrentarte y salir victorioso. La valentía no es para los pensadores; por más que la pasión azote las fibras profundas del corazón, la realidad lo desangra con el filo de su propia cobardía. 

Es cierto, con cada paso tuyo hacia mí, siento un terror irrefrenable. Sé que estoy a punto de conocerte en tu verdadera naturaleza, y tengo pánico. 

Ha llegado el momento que tanto temí, aunque me lo hayas advertido.  

Tengo miedo. Lo dije. Lo digo. Repito la frase en voz alta y la creo. La pronuncio, y la escribo. Mi mano aprieta el lápiz sobre el papel. Cada letra lleva el impulso de mi propio terror entre sus trazos. Sin embargo, debo hacerlo. Deseo dejarte estas líneas con unas pocas palabras que expresan esta inútil lucidez que no hace más que entrever el momento definitivo.

Puedo sentir tus pasos deslizarse raudos por el aire del callejón. Sé que tienes el poder para oírme respirar. Te enloquecen los impacientes movimientos de mi impelido corazón.

Ya no puedo correr más. Corrí desde la mañana hasta la caída de la noche. La noche no me protege como antes, me desnuda y me descubre, lleva mi olor hasta tu fuerza funesta. 

No sé cuánto durará la agonía. ¿Cuánto demora en caer un corazón destruido? Igual, qué importa ahora mi corazón. La única verdad es el fin.

Sé que ya estás aquí. La persecución terminó. 

Mis piernas caen a tierra, buscan la energía que revitalice una falsa ilusión de paz. No hay más caminos. El callejón choca contra mí. Un paredón invencible.  

Sólo te pido, te lo ruego, que cuando tus hermosos dientes perfectos desgarren la carne de mi cuello y, antes de que mis sienes estallen en la oscuridad de la nada, me perdones por huir de este amor, de esta locura. 

Antes de que salga el sol que tanto temes, sostén mi frente, déjame caer en la muerte como se deja un ramo de flores sobre la tumba de un ser amado.

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