Por Belén Cianferoni.
Crónicas de los rituales que forman mi identidad Crónicas de los rituales que forman mi identidad
Soy un animal de costumbres. Tengo rituales cotidianos inmovibles. Necesito dos desayunos. Mínimo, un café negro, solito, como Dios lo trajo al mundo, bien temprano por la mañana para arrancar a trabajar. Después, un non-stop de mates. Termino unas oraciones, hago unos sorbitos, acomodo unos papelitos por ahí, y voy por la casa con mi matecito como si fuera un rosario. Puede que no lo tome, pero tiene que estar acompañándome porque siento que me sonríe. A veces me acompañan historietas de Batman que compro siempre en el mismo lugar. A don Markovia, claro está.
A veces, una películita de romance o de ciencia ficción. Una novela turca o coreana a escondidas en el celular mientras espero gente, porque la producción de telenovelas argentinas está detenida. ¿No sienten que nos sacaron ese momento de la merienda tipo seis de la tarde, con el mate, los bizcochitos y Echarri o la Caetani? Extraño ciertas conductas de mi pasado: pasar todo el día deseando ver qué iba a pasar en el próximo episodio, y que mi sueño se vea detenido al día siguiente cuando la mala casi atropellaba a la buena en la calle. Extraño esos rituales.
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Ahora es ver todo en una sola noche mientras me lleno de helado de mousse de chocolate y frutilla granizada. Obviamente, el mismo gusto que pido desde que tengo uso de memoria. Toda mi semana pasa tranquila entre apuro y apuro, hasta que de repente veo este hallazgo del Conicet sobre la creación de nuestra identidad y de nuestros rituales. "Arqueólogos en Santiago del Estero". Quedé sorprendida. Muy.
Así que me embarqué en esta misión personal de entrevistar a este arqueólogo mitad platense, mitad santiagueño, y averigüé cosas que no pensé conseguir. Me puse a releer todo y a reflexionar. O sea que el santiagueño no se hace: es santiagueño por años de evolución. Mi papá murió sin poder entenderlo. Cada vez que alguien cruzaba en rojo sin casco me decía: "¿Este es o se hace?". Y se construyó así. Nos construimos y nos construyen.
Todas esas historias, esos mitos de mi infancia sobre la mayonesa, mi manía casi cabalística de ver el mundo y de pisar en secuencia la vereda para no llamar a la mala suerte, todos mis credos, todo lo que amo y aborrezco todo es una construcción. Todo lo que soy se hizo como una gota a la vez, hasta que se llenó el vaso de mi identidad.
Y ahí entendí que este linaje de 8.500 años no es solo una noticia científica para compartir en redes. Es la confirmación de que nuestras costumbres, incluso las más pequeñas y ridículas como revisar si la puerta quedó cerrada tres ve ces o defender la mayonesa casera como patrimonio cultural vienen de un hilo larguísimo. No nacen de la nada: las he redado sin saberlo.
Porque mientras los científicos hablaban de mutaciones, flujos genéticos y persistencias ancestrales, yo pensaba en mi matecito, en mi helado de siempre, en mi obsesión con los finales de las novelas. Y entendí que ahí también hay una arqueología: la de mis propios rituales. Una arqueología afectiva. Una que no aparece en Nature, pero que me define.
Quizás por eso este estudio me conmovió tanto. Porque entre secuenciadores de ADN y muestras bioarqueológicas de 8.500 años, encontré algo mío. Algo nuestro. Un recordatorio de que no so mos improvisados: somos continuidad. Somos esa gota que cae y cae hasta llenar un vaso que existía mucho antes de que aprendiéramos a nombrarnos santiagueños.
No me despido, sin antes saludar, a todas esas amables personas, que leen mis crónicas y que me envían sus saludos a mis redes sociales. Muchas gracias a Rodolfo Bunge, Luis Figueroa, Beatriz Pesce y Gustavo Alejandro Molina entre otros por permitirme acompañar sus desayunos con estas ocurrencias.








