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La traza urbana

En el comienzo del siglo XVIII, la ciudad parece haber llegado a un asentamiento definitivo. Una serie de desplazamientos leves, suaves corrimientos que dejarán al Convento de los Franciscanos situado sobre el extremo este de la ciudad, opuesto a la originaria localización sobre el oeste de la población, da cuenta de estos movimientos. Este proceso de movimiento, iniciado en 1672 luego de una gran inundación que dañara gran parte de las casas de los vecinos, concluirá en 1702 con el traslado definitivo de la Plaza a su actual emplazamiento, hecho éste debido a la donación hecha por una antigua vecina para que allí se levantaran las Casas Capitulares. En el transcurso, la autoridad gubernamental fue reasignando lotes en concordancia con las ubicaciones originarias de los principales vecinos que iban al nuevo asentamiento. Se produce así un tiempo de ir y venir de la ciudad nueva a la vieja, dato que quizás haya ido constituyendo una impermanencia santiagueña, un desvanecimiento de los lugares físicos y fortaleciendo su identidad imaginaria, la persistencia del nombre más que la del lugar.

Partiendo de la localización de las sedes religiosas, es posible comenzar a intuír una planta urbana en la que los templos se presentan no como centralidades o espacios que conformaran núcleos sociales, sino como extremos de protección de la ciudad blanca, como fortalezas espirituales que protegen, a la vez que articulan una sociedad blanca y dominante con una sociedad oscura, marginal y subalterna (negros e indios).

El largo eje y límite de la acequia al oeste, dos ejes transversales largos vinculando los templos, únicas calles que asoman en el padrón de la acequia, hablan de una supuesta planta urbana de 5 x 6 manzanas, de las cuales una estaría destinada a la plaza, y las restantes, sólo ocupadas un 30% del total. Un vacío al interior de la ciudad blanca rodeada por rancherías –que aparecen en los documentos como “ciudad baja y ciudad alta”, o que se indican como las rancherías de los negros de las órdenes religiosas. Unas excrecencias oscuras que rodean la ciudad pero que la ciudad blanca no ve, de la que no puede dar cuenta: los documentos sólo se refieren a los blancos; los indios, negros, mestizos y mulatos, toda esa trama de cruces y mestizajes que constituyeron la sociedad barroca colonial están siempre ausentes, o cuando más vinculados a un concepto de criminalidad: son juzgados, torturados, interrogados, muertos.

En su libro de viajes Relación de un viaje al Río de la Plata y ahí por tierra al Perú..., Acarette du Biscaye dirá de Santiago del Estero en 1672, en el momento de su último traslado: “Santiago del Estero es un pueblo de alrededor de trescientas casas, sin fosos ni murallas, emplazado en terreno llano y rodeado de bosques de algarrobos; está situado sobre un río medianamente ancho, navegable por botes y ricamente dotado de peces (...) En este pueblo hay cuatro iglesias, a saber: la iglesia parroquial, la de los jesuitas, la de los frailes recoletos y una más”.

La iglesia parroquial es, a todas luces, la Catedral matriz, la de los jesuitas, la que corresponde al actual emplazamiento del Convento de los Predicadores, quienes se ubicaban en las afueras del pueblo en la Ermita de los Santos Fabián y Sebastián, posiblemente atendiendo al antiguo hospital real, lo suficientemente alejados del pueblo (tres cuadras desde el actual emplazamiento de la plaza principal); los frailes recoletos son los Franciscanos, al final de la calle larga que hoy se llama Avellaneda, articulando entre el pueblo viejo y el nuevo; y la “otra más” es, como decíamos, la Ermita de los Dominicos.

No obstante, para 1628, luego de la gran inundación que se llevara casi la mitad del pueblo, el Gobernador Felipe de Albornoz informa que “...habiéndose de edificar treinta y cuatro casas de esta ciudad, que es casi la mitad de ella, y hacerse de nuevo … Siendo de las más principales y entre ellas el Convento de las Mercedes, Casas Reales, Iglesia Catedral, que es fuerza mudarse...” (Tasso, 1984). Esta declaración contrasta con la descripción de Acarette du Biscaye, haciéndonos repensar la imagen real de esta ciudad que habría tenido unas setenta casas y grandes rancherías alrededor.


La Ciudad de Cinco por Cinco Manzanas

 El traslado de la ciudad en 1670 es un proceso lento, que demora treinta y dos años y concluye con la instalación definitiva de la plaza en 1702 y la construcción de las Casas Capitulares. Así, cuando se traslada la ciudad queda conformando un nuevo territorio, la planta urbana que conocemos hoy: la base ideal de una cuadrícula de 5 x 5 manzanas, de la que podríamos inferir una ocupación efectiva de 3 x 4 manzanas en una trama poco densa. La misma localización de los templos estaría planteando otro modo de ocupar el territorio urbano, usándolos no como centro de un territorio circundante –parroquia-, sino por el contrario, marcando los límites de lo urbano. Norte, sur, este y oeste; arriba, abajo, derecha e izquierda parecen ser los modos de ubicarse los templos en el plano, marcando los vértices del rectángulo de 3 x 4 manzanas dejando “dentro” a la ciudad y sus habitantes.

Unos templos como límites, como protecciones, como presencia divina que detiene, protege y recibe al que viene de afuera; el territorio de la ciudad como una “ciudad de Dios”, mostrando al viajero sus pequeñas torres desde dondequiera que éste llegue.

La plaza, lejos de ser centralidad o eje, está exenta (por afuera), en un extremo del rectángulo, oponiendo sus tensiones a los otros tres templos. Si además consideramos el uso de la plaza como sitio de tiendas y de mercado, habría que entrar a pensar en que quizás este descentramiento haya tenido que ver con alguna resistencia de los habitantes a abandonar el viejo pueblo, lo que habría influido en la determinación de un asentamiento más hacia el este –más próximo al río y al antiguo pueblo- que rodeando la plaza; a lo que habría que agregar el fuerte carácter de borde urbano de la acequia, que aún en el siglo XXI y a treinta años de desaparecida, sigue siendo un obstáculo para el desarrollo urbano del centro comercial de la ciudad: una conciencia de infranqueabilidad derivada de los pocos pasos de cruce de la misma en el siglo XVIII.

Los cien vecinos que habitaban la ciudad raída por el salitre decidieron casi en su mayoría radicarse en sus propiedades interiores escapando de los estragos de las inundaciones del río Dulce. La ruina era económica y social. ¿Qué queda de la “muy noble ciudad”? Solo la imagen de un posible destino de grandezas…

Menos de quince años después, en 1713, en España se producía el recambio dinástico de los Habsburgo a los Borbones, la nueva casa reinante orientará sus acciones hacia la recuperación de América desde la categoría de “colonia” y dictará una serie de normas y disposiciones que pueden sintetizarse en la expulsión de los jesuitas, la creación del Virreinato del Río de la Plata, la Ley de Libre Comercio y la Real Ordenanza de Intendencias.

Cuando el mundo presencia los cambios generados por las revoluciones norteamericana y francesa, en el marco de la revolución industrial, las colonias americanas presentaban un cuadro de recuperación de sus industrias artesanales, veían crecer el comercio de las regiones periféricas, surgían grupos beneficiarios y un fuerte corrimiento hacia el Atlántico. Sobre este marco y en la segunda mitad del siglo XVIII operaron las Reformas Borbónicas como un gigantesco operativo de recuperación de los beneficios americanos para la corona española. De modo que la incorporación de los mercados latinoamericanos al comercio mundial fue, más que todo, “un legado de los reajustes imperiales del siglo XVIII” y en ella participaron activamente los grupos beneficiarios del proceso del siglo, interesados en crecer aumentando las exportaciones

 Algo sí funciona: las pulperías

Un espacio particular de la vida urbana parecen ser las pulperías. El intercambio comercial se producía allí, verdaderos centros proveedores de todos los menesteres para la alimentación y el vestido. Eran continuamente fiscalizados por el Cabildo, única institución que podía autorizar su funcionamiento, evitando una superposición competitiva.

En 1779 estaban habilitadas las de Fernando Bravo de Zamora, Gregorio García Pérez, Tomás Lizárraga, José Souza Lima. En 1784 se aumentó su número a 8 con las de Manuel Santillán, Basilio Campos, Valentín Astorga, y José Calvo Merino que pagaban cada una 30$ anuales. En el año 1789 se establece que en la ciudad no podría haber más de 10 pulperías y cada una pagaría $16 de impuesto anual. Se agregan en ese mismo año las de Sebastián Romero, Antonio Neirot, Pedro Navarro, José Talavera, Francisco Petisco, Eduardo Gramajo. En distintos períodos tuvieron pulperías Ignacio Arias, cabildante, Martín Herrera, Juan Vicente Cisneros, y Bárbara Manso. Estamos hablando de unas 15 pulperías hacia 1790, en el mismo año de la limitación a 10 de las pulperías. ¿Qué sucede en ellas?



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