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EL LIBERAL . Santiago

Crónicas de comics y locros

Por: Belén Cianferoni.

04/05/2025 06:00 Santiago
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¿Ustedes también están pasando por una sobredosis de locro, o solo soy yo? Este amor por el locro me lleva a mi infancia, y últimamente todo me lleva a esa época. Veo partes de mi niñez repartidas por toda la ciudad, en las redes… y hasta en la sopa.

Recuerdo estar a la caza de mis partes favoritas del locro como quien contempla la noche en busca de estrellas fugaces. La concentración era clave; de lo contrario, los chorizos colorados iban a desaparecer en la olla, y no en mi plato.

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El locro, entre otras comidas, pavimentó mi infancia con una dulzura difícil de falsificar. Porque el sabor del locro de mi vieja es infalsificable. Tiene su sello, su marca de agua, su esencia propia. Creo que, a esta edad, puedo probar distintos locros con los ojos cerrados y decir: este es del Ocho, o este es de la zona mishki. Esto es así: Santiago tiene un sabor único. Que Tucumán se quede con el "panchuque" —mal escrito—, ese platillo trucho que no tiene palito y encima te ensucias para comerlo. Nosotros nos quedamos con el locro y con todos los gustos más bellos de la Argentina.

Santiago del Estero, ¡qué dulce infancia! Recuerdo despertarme los domingos bien tempranito para poder leer los cómics que venían con el diario El Liberal, Nueva Aventura, de Editorial Columba. Lo genial de esos cómics es que, entre sus hojas, estaba Pepe Sánchez… el mejor espía del mundo, porque era argentino y tomaba mate con facturas, como yo. Pepe Sánchez seguro comía locro y descubría quiénes atentaban contra la humanidad. Pepe no era millonario, pero era inteligente, y se daba maña para salir adelante. La creatividad y la sonrisa de Sánchez eran lo único que hacía falta para sobrevivir. Amo los cómics, muchos ya lo saben, pero aprovecho para gritarlo a toda tinta: ¡vivan los cómics! Los cómics argentos son mi debilidad.

Esta semana la niña Belén celebra: presentaron El Eternauta después de tanto tiempo, y pude ver cómo Juan Salvo se hizo carne y caminó por una Argentina muy parecida a la actual. Juan Salvo, amigo, el pueblo está contigo. Recuerdo haberlo leído desde la casa de unos amigos, de a poquito y con ansiedad, con temor de que se acabara rápido. Nunca lo tuve, pero eso no era necesario. Yo era como Pepe Sánchez: creativa para sobrellevar cualquier inconveniente. En mi época, visitábamos las bibliotecas.

Mientras miraba la serie, sentía cómo me volvía chica en el sillón, y todos los adultos de mi infancia miraban la serie conmigo. Mi papá, mis abuelos, todos sentados con la Belén pequeña mientras pochocleaba una serie. Qué hermoso fue crecer con la magia de Santiago del Estero, y qué belleza poder recordarla de tanto en tanto. Es más, mientras pasaban los capítulos apareció una tortilla santiagueña bien caliente, para darles valor a los que estaban enfrentándose al mundo. Si mi memoria no me falla, dentro del avance de la historia se mencionan lugares como Tintina, Quimilí y Suncho Corral como zonas liberadas…

Estoy caminando por las zonas más queridas de mi infancia, de la mano de todos los que cuidaron a la nena Belén, y me doy cuenta de que hay sabores, historias y personajes que no se van nunca. Se quedan como una canción pegada en el corazón, como el olor a leña en invierno o la voz de mi papá llamándome para servir el locro. Son tesoros invisibles que uno guarda sin saberlo, hasta que un día se encienden con una serie, una comida, o un viejo cómic que vuelve a aparecer entre las manos.

Hoy agradezco haber crecido en una tierra donde los espías tomaban mate, donde las tortillas aparecían en los momentos clave y donde las historias —aunque fueran de ciencia ficción— siempre tenían algo de verdad. Porque eso es Santiago para mí: un lugar donde lo imposible se mezcla con lo cotidiano. Y mientras dure esta sobredosis de locro y de memoria, yo sigo brindando con la cuchara en alto. Por la infancia, por los héroes que no usan capa, y por todas las Belenes que fuimos y que todavía habitan dentro nuestro.

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