Por Diego M. Jiménez
Lo urgente Lo urgente
El libreto es el mismo, el reparto diferente, el escenario casi calcado. Aunque algunos diálogos y situaciones se repitan delante y detrás del telón de la obra dramática en que, a esta altura, se han convertido las sucesivas crisis cambiarias argentinas, no dejan por ello de asombrarnos.
Pero la seguimos representando. ¿Masoquismo? Como mínimo impericia política, mal diagnóstico, egocentrismo, superficialidad, electoralismo, cortoplacismo, irresponsabilidad social e incapacidad para elaborar un libreto diferente y profundo.
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Lo que aqueja a la economía argentina desde el siglo XIX es la falta de divisas. Incluso durante ese período de crecimiento económico espectacular (no desarrollo, que supone otros condimentos) transcurrido entre 1880/1890 y 1914, el país soportó crisis. La de 1890 fue una, por nombrar la más relevante de aquel tiempo. Es bueno precisar, que provocó la renuncia de un presidente, Juárez Celman y una rebelión política conocida como la Revolución del Parque, que luego dio lugar al surgimiento de la UCR. También hubo cesación de pagos, caja de conversión, corrida bancaria y desplome de la bolsa de Buenos Aires. Para muestra, basta un botón.
Oro, Libras esterlinas o dólares, fue lo que faltó a lo largo de nuestros dos siglos de historia. Y lo que sucesivos gobiernos financiaron con préstamos o emisión monetaria. Mismos caminos, mismos resultados. El actual gobierno no está transitando ningún itinerario diferente, salvo el del equilibrio fiscal. Pero eso solo, no constituye por sí mismo, la base de ninguna política económica consistente. La historia prueba que las economías solucionan sus problemas con producción, exportación y empleo, tratando de producir bienes y servicios transables en el mercado internacional. Ergo, obteniendo genuinamente divisas. Mientras eso no suceda, las crisis serán más o menos severas, pero inexorables.
La historia no enseña per se, pero pueden aprender de ella quienes la analicen tomando la mayor distancia posible de sus condicionantes ideológicos y sesgos de pertenencia. Si esto no se hace, se retroalimentan las visiones que, en política económica aplicada, nos han llevado a los mismos escenarios de siempre.
El gobierno actual tiene derecho a llevar adelante sus puntos de vista: es legal y legítimo que así lo haga. La disminución de su valoración pública, medida por medio de encuestas, no le quita de ningún modo su derecho a gobernar. Por otra parte, su debilidad parlamentaria lo obliga a acordar. No hacerlo es un fracaso auto infringido, un error no forzado, no atribuible a sus oponentes.
Cambiar el libreto no es fácil, pero dado los resultados que produjeron las sucesivas representaciones de una misma obra, parece imprescindible. En política el voluntarismo siempre encuentra el límite que le impone la realidad y el entusiasmo va desapareciendo al ritmo de los resultados negativos. La esperanza que depositan los y las votantes, el activo más importante en una democracia, se esfuma cuando su mes dura entre quince y veinte días.
En esta nueva encrucijada el gobierno requiere flexibilidad y sensatez, lo mismo que también debería proponer la oposición, para acordar lo imprescindible y evitar una crisis política. Es lo que urge, independientemente de las elecciones que vendrán y por encima de cualquier otra consideración.








