Por Belén Cienferoni.
Crónicas de mi inventario de risas para días difíciles Crónicas de mi inventario de risas para días difíciles
Tengo una risa difícil. No por fina, sino por esquiva. A veces me agarra desprevenida,como una gotera. Pero cuando aparece, se ríe de cosas que no deberían hacer gracia.
Voy caminando, pensando en la fragilidad de la vida, en el paso del tiempo, en todo eso que suena tan profundo cuando una camina sola con un bastón y cara de poeta trágica. Y de repente me acuerdo del día en que un amigo confundió el edulcorante con la sal. Comió papas fritas dulces con dignidad, masticando despacio, mientras yo lloraba de risa y él de frustración. Salgo de mi personaje solemne con una pequeña carcajada que me rompe la seriedad, y sigo caminando, menos filósofa y más humana.
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Cuando estoy sola en casa, pensando en la imposibilidad de la vida diaria, me aparece la imagen de mi abuelo, el que decidió que quince puertas en una sola casa era buena idea. Quince. Hay gente que colecciona latitas o radios, pero mi abuelo amaba las puertas. En mi familia éramos tantos que lo más tranquilo era dejarlas abiertas, pero los días de viento eran una guerra de bisagras: cada golpe era un susto, un portazo, un grito. Mi abuelo sabía cosas. Cada puerta de esa casa es un portal a los recuerdos de mi infancia. Las atravieso y soy niña otra vez. Gracias, viejito fanático de las puertas.
Mi abuela, en cambio, era malhablada, especialista en insultar sin elegancia y repartir amor en forma de chocolates. Tenía las manos tibias, el corazón enorme y una boca que podía decir una barbaridad mientras me acariciaba el pelo. Yo le robaba caramelos sin culpa, con la precisión de una ladrona profesional. Ella lo sabía, claro, pero se hacía la distraída, como quien finge no ver un milagro. A estas alturas, sigo creyendo que ser la ladrona de dulces del Barrio Belgrano fue mi primer acto de amor.
Y así voy sumando escenas al anecdotario de la risa: el perro que busca el lugar más fresco de la habitación como si fuera un sabio oriental, mi padre estirándose en la cama un domingo para ver cómo Traverso le decia la rubia a Di Palma, o la bolsa que vuela por la calle y me hace pensar en la fugacidad del ser mientras un chango grita "¡se me escapó la compra, la conch...!".
Hay días en los que la risa se esconde debajo de la almohada, asustada de tanta seriedad. Pero basta con prender la radio y escuchar a algún locutor decir una barbaridad a las siete de la mañana, o ver cómo una vecina sale en bata a retar al perro del vecino porque "le ladra feo", para que la risa se atreva a salir, despeinada, pero viva.
También aprendí que las risas cambian con los años. Antes me reía de chistes absurdos; ahora me río cuando logro abrir un frasco de mermelada sin ayuda. El sentido del humor, parece, también madura, se vuelve más doméstico, más del día a día. A veces se esconde en las pequeñas victorias cotidianas: encontrar una remera limpia, descubrir que todavía hay helado en el freezer, o ver que el WiFi sigue funcionando después de la tormenta. ¿Les anda el WIFI a ustedes despues de la lluvia de ayer? A veces la risa llega como un alivio, otras como un milagro. Pero es necesaria, como la lluvia de ayer.
Hay que volver, siempre, a ese anecdotario íntimo: ese museo de pequeñas torpezas, familiares exagerados y perros filósofos. Porque si no nos reímos un poco, la vida se vuelve un trámite sin postre.
Contame, ¿cuál es la historia que todavía te hace reír cuando el mundo se ponedemasiado serio?








