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EL LIBERAL . Santiago

Carne viva

Por Ramiro Farias (24 años)- 2º Premio La Bibliodera 2025

(Imagen ilustrativa Google)

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02/11/2025 06:00 Santiago
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Cuando Ariel volvió, mamá no gritó. Tampoco lloró. Se le aflojaron los brazos y se le cayó el rosario al piso.

Yo estaba abajo de la mesa porque me dolía la panza. Siempre me duele la panza cuando reza mucha gente junta.

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Pero esa vez no eran gritos. Era un murmullo largo, como el viento antes de la tormenta. Después silencio.

Y ahí apareció él. Descalzo, con los pies hinchados, llenos de barro seco.

El mismo pantalón de corderoy. La misma remera de Boca.

La piel colgando del cuello como una servilleta mojada.

Un ojo cerrado, el otro como explotado. Y sin embargo, era Ariel.

Mi hermano.

El que me hacía reír con canciones inventadas.

El que se fue una noche con papá y volvió solo, en un cajón.

Mamá dijo que era un milagro. Que nuestras oraciones lo habían traído. Que había que agradecer.

A mí no me importó nada de eso.

Yo lo vi, y lo abracé. Y no me dio miedo.

Tenía el olor a podrido más fuerte que olí en mi vida, como si se le estuviera descomponiendo el alma.

Pero yo lo abracé igual.

Después no quiso hablar más.

Se sentaba en la silla del comedor y miraba fijo. A veces lo ayudaba a comer. A veces comía solo y se le caía todo por el costado.

Una vez dejó una mancha negra en el piso, como aceite de auto. La limpié rápido para que mamá no se enoje.

—Se está cayendo —dijo una vez mi prima.

—No se está cayendo, está cambiando la piel —le dije. Como los sapos. Como los santos que sangran.

Lo empecé a cuidar yo.

Le lavaba los pies en una palangana con agua tibia  y sal.

Le hablaba de cosas lindas.

Le corté las uñas porque estaban largas y blandas como gomita.

Una noche se le cayó un dedo y lo guardé en una cajita donde antes tenía las figuritas.

No le dije nada. Me dio vergüenza que se diera cuenta.

Mamá cada vez lo miraba menos.

Yo cada vez más.

Era mío.

Mi hermano muerto pero no tanto.

Mi perro enfermo.

Mi santo descompuesto.

Una vez se metió en mi cama.

No me preguntó. Se acostó y me abrazó.

El cuerpo le hacía ruido, como si tuviera una bolsa de supermercado adentro.

Le puse la mano en el pecho. Lo tenía abierto, caliente.

Le dije que se quedara.

Le dije que no importaba nada, que lo iba a cuidar siempre.

A la mañana siguiente, ya no estaba.

Mamá dijo que por fin había descansado.

Yo me quedé callada.

No quise preguntar dónde lo habían puesto. Ni si lo volvieron a enterrar.

Solo abrí mi caja de figuritas y acaricié el dedo, todavía envuelto en la servilleta.

Nadie se atrevió a tirarla.

A veces, cuando me despierto a la siesta, siento que alguien se sienta en la punta de la cama. No pesa mucho. Pero deja olor.

Yo no digo nada. Me hago la dormida.

Y me quedo así, quietita, esperando que vuelva a apoyarme la mano en el pecho.

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