Por Pía Cabral.
"Carne aparte", de Ezequiel Álvarez: Un peregrinaje hacia la verdad del monte "Carne aparte", de Ezequiel Álvarez: Un peregrinaje hacia la verdad del monte
"A través de la maleza brillan los ojos del animal. Es difícil prever su ataque. Tiene todo lo que hay de bello y todo lo que hay de maléfico. Su presencia produce sed", Elvira Orphée.
En el epígrafe inaugural, el nuevo poemario de Ezequiel Álvarez refiere a una presencia bestial y fascinante que asedia como la sed. Una sed que desde el inicio intuimos como sugestiva, polisémica.
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La sed es una flecha tirada al vacío, que cae en el corazón mismo del monte, se expande como un elemento feroz, y vuelve cenizas el equilibrio natural de la tierra. Una sed que destruye lo sagrado y obliga a refugiarse en el honesto retorno de los ritos.
En Carne aparte, el poeta destapa una profunda conexión con el paisaje de su tierra. El paisaje es una sabia entelequia que conoce al hombre y sus tropiezos: vicio, miedo y culpa se entrelazan en la crisis del hombre con su fe: "por costumbre, la fe mira hacia arriba, olvida en mi boca su altar seco", dice el poeta.
El hombre, el poeta y el paisaje: tres entidades manan del primer poema del libro, y un elemento sagrado: el agua. "Si el agua fuese solo agua, la sed no llevaría este nombre", sentencian los versos. Pero el agua es también signo de todo lo que falta, recuerda una sed incómoda como una mosca que merodea el único alimento, con la misma sed del hombre.
La intensidad del monte santiagueño imprime su temperatura brutal en estos poemas: delirio y sangre. Una sangre capaz de quebrar hasta la fe misma del agua: "rompe su juramento el agua / deshielo es el rezo que cesa".
"Si esta tierra / no es un vaso que transpira / ¿qué es?", duda también el poeta, de su fe.
La sed es ambición, avaricia, devastación.
Pero la sed es también una búsqueda que obliga al poeta a emprender un viaje lleno de cuestionamientos. Las respuestas llegan con el grito del paisaje y la aguda observación de quien encuentra en su propia sed, el ansia universal.
Un nuevo elemento: el vino se vuelca en este poemario como símbolo de reposo ante la sequía de la existencia: "Hombre y alcohol / polvillo perezoso / preso / en el ojo del tierral / la vida a secas..."
Ezequiel Álvarez transita por este poemario como en un peregrinaje hacia la verdad del monte, un conocimiento sobre el lenguaje de la tierra en estado bruto. Busca la comprensión de una existencia, la suya, que se ofrece como un todo, indisociable de su entorno. Como muchos poetas de su generación, atraviesa su propia crisis de dignidad.
En este viaje, Carne Aparte funciona como una ablución en la continuidad del camino. El poeta sabe que no ha saciado su sed última. Si camina sobre el agua, quizás pueda despojarse de toda la sed. Encontrar en la sangre, como el poeta en las palabras, el vino de los creyentes, en el cuenco de la fe.
El monte está herido de aliteraciones: "raíz rota difunta"; describe Ezequiel. El color de la sangre, un nuevo elemento, "todavía es un pájaro rojo".
La herida del monte, es la herida del hombre. La del poeta y su paisaje. Hay una unidad en este caos en el que dioses orinan como hombres y la palabra también se convierte en duda: "Entre escalofrío y escalera / se derrumba / la palabra. / Ruina implacable el poema", atestiguan los versos.
Beber es un rito, acaso un clamor ante la pérdida de todo lo que arrasa el fuego del desmonte, que deja mudos a los hombres. Pero el monte alza a su hijo como una ofrenda nueva. Como un pacto para que vuelva la palabra: "Para alcanzar al mundo / la palabra se abanica", dice Ezequiel.
A sabiendas o no, este poeta contemporáneo dialoga en un intertexto poético con el catamarqueño Luis Franco: "Los pájaros no saben qué hacer con tanto cielo", respira Franco. Y el santiagueño añade: "Nadie ha dicho / me sobra el cielo entre tanta sal". En otro intertexto, voluntario o no, Franco ironiza "dirigimos el mundo, como los peces el río". Álvarez responde: "El viento mueve la tierra /en ese remolino / un hombre cabizbajo es la brisa fúnebre del monte..., "... la palabra eterna del mundo".
No sabemos si Ezequiel lo sabe, pero su poesía carga ya con toda la decencia de una voz potente, comprometida y de buen lirismo, en una línea histórica local llena de poetas y pensadores que han sido lumbres para la construcción de la cultura nacional.
"En el centro de todo, está el poema", dice Blanca Varela. En el centro del monte santiagueño, está la poesía de Ezequiel Álvarez. En el pulmón mismo de su canto que espira un chamamé, en uno de los poemas más bellos del libro.
Cuando el caos parece haber triunfado, y "Todo el horizonte es un paisaje con clavos en punta", "nacen madres como ríos". La mujer irrumpe en el libro en la figura de madre, dadora de vida. Continuidad de la sangre. La mujer es agua, el elemento sagrado, capaz de alumbrar un nuevo brote. Un nuevo tiempo para el monte.
Pero en el desorden que dejó el caos, no hay tiempo para la infancia, y un hijo adulto debe reparar la memoria del dolor de sus ancestros: "De los viejos juramentos / les quedó la infancia /como un coágulo reseco".
"Les quedó la esperanza / una fruta desnutrida / el piolín de las nubes / amarillo en un rincón del monte", registra el poema.
Antes, el poeta había dicho: "ese hombre ha soñado como un niño". La belleza del lirismo se enlaza aquí con versos que no olvidan la cruda niñez de la ruralidad.
Del mito a la leyenda, Ezequiel se permite reversionar algunas fábulas del monte. En versos que bien pudieran ser parte de un tango norteño, escribe: "sin macho / sin árbol / sin mujer sin olvido del amor que no hubo / del incesto que sí". En lo que puede leerse como una versificación de la interpretación de Canal Feijoo de la leyenda del Kakuy.
En otra parte del mismo poema, se lee "toro de fábula sabor a vino / la distopía del alcohol / al fondo de la sed / el socavón es un miedo / tan antiguo como agua de promesa. Aquí pudiéramos encontrar al Toro Yacu y la promesa fallida de una vida mejor, lejos del monte, en un bosque de hormigón".
Al final, como al principio, quedan el hombre solo y su paisaje. El paisaje y su poeta, que es acaso lo mismo que el hombre. Es tiempo de pedacear, el poeta entonces resignifica el dolor que produjo el caos: "Pedacear dicen / y no es hacer pedazos / si no encastrar la paz / con geometrías del dolor".
¿Ha entendido el hombre? ¿Supo escuchar el grito peregrino de la tierra?
La unidad espiritual de los feligreses, celebra "hielo y vino para una sed heroica".
Una corona de moscas transpira mi vino.
Doctrina espiritual o justicia poética.









