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EL LIBERAL . Viceversa

Las amigas

Hace tiempo que no veo bien a Marina.

Ella insiste en que son cosas mías. Que siempre

con mis inventos. Dice que la voy a enloquecer.

Ahora nos toca la clase de matemáticas.

No nos gusta el profesor, y de alguna manera,

ese desencanto salpica todas las fórmulas.

Ni para adelante ni para atrás. En

las cuentas soy peor que ella, así que cuando

sentimos el “toc-shich, toc-shich, shich,

shich” nos petrificamos. Ninguna de nosotras

entra sola al aula. Preferimos sentarnos

adelante para no descuidar la atención, y hacernos

las entendidas.

No tardan en llegar las bromas del fondo.

—Ahí viene “el rengo de los números” —dice

José. Los demás, repiten el mote en voz baja,

pero igual se los escucha. Un día de estos, el

Sr. Cosento se va a enterar y preferimos estar

lejos para cuando eso suceda.

Quedamos en ir juntas al cine. Marina

tarda. Está rara, como perdida, casi ni me

habla. Llega tarde, de la mano de Patricio.

Me mira de reojo y sonríe. él me ignora, intuye

que no me gusta. Disimulo, para no hacerla

sentir mal. Se puso las sandalias con tacos.

Las altas, como las que solíamos probarnos

juntas.

Siento que me esquivan. Cada vez pasan

más horas juntos. Solo ellos. Cierran las

puertas en mi cara. Me cuesta intervenir en

sus conversaciones. Marina está distante.

Ayer, mientras se pintaba frente al espejo me

di cuenta de que su cara está diferente. Lloré,

y entre sollozos, le reclamé que me contara

qué le pasaba. Ella no quiere tocar el tema.

Han decidido vivir juntos. Y yo estoy decidida

a terminar con tanta indiferencia. Marina

nunca estuvo tan ausente. Parece que ya

no necesita nada de mí. Se esconde. Me encuentra

siempre detrás de ella y simula que

no me conoce. Así no, duele, basta. No se

puede sostener una comunicación muda.

Antes, era divertido. Juntas, agujereábamos

los vasitos de plástico. Unos diminutos

orificios en la base bastaban para hacer pasar

la punta inicial del cordel. Lo enhebrábamos

cuidadosamente, dando tironcitos

y, al final, los nudos. Luego, estirábamos el

piolín, distanciándonos -como ahora- y cada

una, desde una habitación distinta de la

casa, hablaba de las ocurrencias cotidianas.

—¿Hola, Marina? —comenzaba yo con una

voz impostada. —¿Vamos a la pileta? Ya son

las cinco. No olvides el bronceador y las mallas.

Y

nadábamos todas las tardes. Las brazadas

largas, estrepitosas, para ver quién aventajaba

y lograba llegar antes, con la punta de

los dedos, a esa otra orilla del océano. Tan lejana

y misteriosa como lo está Marina ahora.

Ya no la hacen sonreír las mismas cosas.

Todos se van, y voy a aprovechar este silencioso

espacio para confesarle mi angustia.

Que ya no recuerdo la última vez que jugamos

juntas.

Ella se está mirando al espejo. Se toca el

pecho con la mano derecha abierta. Tictac,

tictac, tictac. Intuyo que esa sinfonía interior

ya no es esa corriente abrumadora que

se fundía con mi risa. Con ambos índices se

estira la piel debajo de los ojos. Parece que

quiere comenzar a jugar. —¡Por fin! —le digo.

Ella sigue callada. No quiero decir que está

más lenta, que le gano para llegar a cualquier

lado. Aún se niega a que hablemos, para

ver qué pasa.

Trazo, con la punta de los dedos, unas líneas

invisibles sobre el espejo. Ella le pone a

su imagen una sonrisa angosta. Pienso que

ha olvidado el día en que nos conocimos.

Ella insiste. Ella no insiste, soy yo. Con los

ojos entrecerrados, me espía desde el fondo

del espejo. Luzco borrosa, lejana. Con la

punta de nuestros dedos hemos tocado esa

otra orilla del océano. Puedo ver como nuestras

miradas se bifurcan en el reflejo de una

lágrima que duele. Me resisto. Soy yo, que

no quiero dejarla. Que quiero dejarla. Que

ya basta, que estamos grandes para permitir

que los juegos de la imaginación nos engañen.

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