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EL LIBERAL . Viceversa

Desistir de la vida

08/05/2021 22:11 Viceversa
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Desistir de la vida Desistir de la vida

Había decidido “desistir de la vida”, como dicen los polis en su jerga tumbera, el día en que desperté en aquel sanatorio de puta madre con el diagnóstico temido y confirmado. Ya el abrir los ojos después de 9 horas de quirófano había sido un martirio. Apretar los dientes, sentirte solo, no poder respirar y nadie para que se diera cuenta… Luego, la habitación se pone patas para arriba y te duermes de nuevo maldiciendo la suerte que te ha tocado, un tanto inesperadamente.

Lo había decidido entonces, y lo he refirmado muchas veces en silencio y en soledad, porque no es vida lo que pasan aquellos que sabemos el mes exacto de la muerte. La incertidumbre está sólo en el día y, lógicamente, en la hora de la partida. Es preferible desistir por voluntad propia, tener el suficiente tiempo como para ir podando lo que queda de las estupideces que has hecho en toda tu historia, buscar (y encontrar) los cabos perdidos y cerrarlos como para que te recuerden al menos con desdén, que es mejor que te odien de una.

Se lo iba a decir a mi médico porque el pobre había entregado todo aquel día para darme unos meses más en este mundo y no le quería traicionar ocultándole mi decisión. Debo decir que el hombre nunca se preguntó si en verdad, me lo merecía. Si me merecía aquellos seis meses más de vida. Es un profesional. Igual lo había visto tratar a otros pacientes con mucho afecto. Contrastaba con la seriedad que a mí me dispensaba… sin embargo creo que no sabía. No sabía que de ninguna manera, me lo merecía. Pero ya entendí que la vida no es cosa de merecimientos ni de justicias.

Mientras languidecía en la sala de espera, lo vi por primera vez. Salía de la sala de quimio, en silla de ruedas, con una sonrisa de domingos de sol en la playa. Tendría unos siete años. Rodeado por un enfermero que lo conducía y por el afligido papá que le abría paso en un inútil intento de protegerlo. Lo ubicaron a mi lado porque esperaba también por mi médico. Interconsulta derivada de su propia oncóloga infantil. Enseguida supe que el suyo era un cáncer de los más canallas. Supe que padre y abuelos sólo esperaban un milagro y que ese milagro debía producirse en los próximos seis meses. Miren qué casualidad.

Su papá me lo contó todo. El angelito se despertaba cada día como si recién naciera. Le maravillaba todo. Los días nublados, como los luminosos. Las meriendas con miel, las manos calientes de la abu, los ojos emocionados de su médica. “él nunca tiene días malos, ni cuando iniciamos acá la quimioterapia que lo deja planchado”. Se había convertido en el alma de la familia, que se agitaba con él, sufría con él y esperaba de él, el permiso para no llorar a escondidas. Descubrí que su papá lo admiraba de veras. Ese enorme pequeñito no me habló, sólo me sonreía de manera extraña y con un poco de recelo. En un momento, el hombre se levantó por el llamado de la secretaria y nos quedamos ahí los dos, solos, en silencio y en incomodidad. Aquel ser de luz (quizás) intuía la oscuridad que había en el alma mía. Estaba nervioso. Se hacía sonar los huesos de los dedos y no dejaba de mirar el espacio que lo separaba de su padre. No pude mirarlo a los ojos. Perdí la vista en el ventanal gigante que dibujaba cerros de roca y pinos a lo lejos. El hombre regresó a los minutos y entraron al consultorio.

No sé si conocen la sala de espera del sector de oncología de un centro de salud. Pero desde luego les digo que no es un sitio para levantar el ánimo a nadie. Y aunque hay honrosas excepciones, tus compañeros de suerte se despliegan sólo entre gestos adustos, manos entrelazadas y una que otra charla en baja voz. Me había incorporado para irme cuando la secretaria dijo mi nombre. En aquel lugar, los pacientes que deben internarse salen por otro pasillo. Por eso no lo vi. El médico me recibió como siempre y no dudé en preguntar por aquel niño. “Es un valiente, la viene peleando desde los seis y ha llegado al punto de que debemos tomar la decisión de enviarlo a su casa porque no hay nada más que hacer; el padre llora y él lo consuela. Tiene unos meses más de vida, pero todo puede cambiar de un momento a otro porque está tan débil que el coronavirus o cualquier infección podría adelantar las cosas. Aun así, ese chico no pierde esa serenidad, esa especie de alegría por aprovechar el presente…”. Me miró luego largamente. “Bueno, y dígame ahora usted, qué lo trae por acá?” Me levanté y me fui sin decir palabra. Y aunque todavía pienso que para mí lo mejor es desistir de la vida, en honor a aquel bravo corsario, a su testimonio de valentía y a aquello que por lo visto él tiene y que algunos llaman fe, he decidió esperar… al menos un tiempo, tal vez para acompañarlo, a la distancia, sin que nadie se sepa.


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