El libro de la semana por Graciela Speranza: “Los ríos perdidos de Londres” El libro de la semana por Graciela Speranza: “Los ríos perdidos de Londres”
Porque aunque Sinclair nació en Cardiff y estudió en el Trinity College de Dublín, lleva más de cuarenta años viviendo en la misma casa del barrio de Hackney, vórtice espacio-temporal de la ciudad que recorrió palmo a palmo hasta recuperar las vibraciones latentes de los poetas visionarios, fundirlas con las voces de la contracultura y ensamblarlas en el paisaje de la Londres actual, convulsa por la megalomanía de la obra pública y las topadoras de la especulación inmobiliaria.
“El flâneur redivivo -escribió en su ya clásico ‘Lights Out of the Territory’- es una criatura obcecada, menos interesada en la textura, la trama o las conversaciones filosóficas oídas al pasar, que en registrarlo todo”. Y “registrarlo todo”, de hecho, así de literal, parece ser la ambición que alienta las seiscientas páginas de “Hackney, That Rose-Red Empire”, radiografía escala 1.1 del barrio, y las más de trescientas de “Rodinsky’s Room”, sobre un único edificio del East End, o sus derivas quijotescas por la ciudad, adn psicogeográfico de sus muchos libros “documentales” que vinieron a sumarse a su poesía, sus films y su ficción.
Porque contrariando la lógica motorizada del urbanismo moderno y la coartada ecologista de los ciclistas, en los recorridos de Sinclair solo cabe caminar: nueve excursiones por la historia secreta de Londres en “Lights Out of the Territory”, una caminata patafísica a la vera de la autopista perimetral M25 en “London Orbital” y otra de cincuenta y seis kilómetros en un solo día entre las estaciones de la línea naranja del tren urbano en “London Overground”.
Pero aunque desde fines de los 90 Sinclair brilla entre los escritores de culto de la literatura británica y es uno de sus prosistas más incalificables (“activista del East London”, “toxicólogo del paisaje del siglo XXI”, “diarista indeleble de nuestra era”, “Pepys post-punk”), ninguno de esos libros de-saforados, mezcla de crónica, ensayo, autobiografía y ficción, se ha traducido al español.
No es de extrañar. El estilo acumulativo, la deriva digresiva y la biblioteca infinita de referencias históricas y literarias lo convirtieron en uno de esos escritores virtualmente “intraducibles” que certifican que aún en el mundo globalizado persevera la localidad.
Desafiando esos obstáculos, dos editoriales independientes resolvieron remediar la falta con cuidadas ediciones antológicas de Sinclair en español, que se suman a la hasta ahora solitaria novela experimental “White Chappell, trazos rojos” que Sudamericana publicó en 2004. “La ciudad de las desapariciones” (Alpha Decay, 2015) reúne once ensayos escritos durante más de cuarenta años, desde su estudio pionero de la arquitectura ocultista del masón Nicholas Hawksmoor hasta sus diatribas contra la implosión de Hackney tras las vallas azules de los Juegos Olímpicos. Con ambición más modesta y traducción afinada de Edgardo Scott, también Fiordo acaba de reunir dos ensayos, “Los ríos perdidos de Londres” y “El sublime topográfico” (2013 y 2011), que sin embargo funcionan como una introducción más compacta a la mitología desbordante de Sinclair, allanada por una serie de mapas de la guía Baedecker y unas láminas de William Blake.
“Si no me hubiese convertido en un escritor urbano”, asegura Sinclair, “mi estilo habría sido totalmente diferente. La prosa se adapta ahora a los ritmos de la caminata: deambular, curiosear, detenerse y volver a andar, divagar y citar.” La andanada de verbos sin conjugar define bien el avance tumultuoso de los ensayos, doble textual de la marcha del caminante, los saltos emocionales del psicogeógrafo, la memoria literaria del lector, la atención alerta del activista y la vindicación de la ciudad oculta frente a la avanzada del capital global. Todo se conjuga en “Los ríos perdidos de Londres”, “un braceo en aguas turbias, a veces flotando bajo las estrellas, a veces revoleado contra la corriente, a veces varado y jadeante”.
Sinclair sigue el curso de los ríos entubados por el alarde de progreso victoriano -el Hackney, el Walbrook, el Effra, y sobre todo el Fleet- y a su paso florecen las coincidencias, las constelaciones, las conexiones ocultas: el bautismo ritual en el barro de Swedenborg en el Fleet, el aura oscura de las casas construidas sobre los ríos perdidos que detecta un zahorí, leyendas de una raza monstruosa de cerdos negros que se alimentaba de basura en las alcantarillas de Hampstead, evocaciones de Conrad, Constable y Wells entreveradas con esténcils y grafitis, y hasta una excursión en kayak inflable a lo Herzog por el Hackney para burlar los vallados de la Villa Olímpica. Todo fluye en el torrente de la prosa (alguien dijo que a Sinclair no se lo lee sino que se lo navega) y las mismas metáforas acuáticas iluminan la contracara sombría de la imaginación visionaria. En la Londres del siglo XXI brillan el río de la autopista M25 (“un torniquete de asfalto que los cisnes confunden con agua”), Westfield y las Olimpíadas (“el anti-río, anti-flujo, una negación de la libertad de derivar y deambular”) y la nueva catedral del consumo en el gran centro comercial: “De las pantallas de alta definición caen cascadas, pero no se las puede beber. Y uno no se moja. Westfield abolió el clima. La única cosa que hay abajo de este monolito es un estacionamiento”.
También en “El sublime topográfico” el topos es la Londres inmemorial, pero la brújula del recorrido es esta vez la obra revisitada del visionario mayor, William Blake. Y si en su Jerusalén la ciudad era un cuerpo físico y espiritual (“una ciudad de cuatro pliegues, la Londres que está arriba y abajo de la Londres temporal”), su versión contemporánea -cercada, vigilada, virtual- es la perversión del espíritu libertario de Blake: del “sublime topográfico” al “rídiculo topográfico” de los vallados, los shoppings y las cámaras de vigilancia. Esquirlas de esa disidencia subterránea afloran sin embargo en los enchapados de madera y los viejos muros de ladrillo: “La hierática cabeza de Alfred Hitchcock, el voyeur de los voyeurs, aparece ploteada junto a un cita situacionista y, en varios lugares, versos de Blake. «El pensamiento humano es aplastado por la mano de hierro del Poder.»
El paisaje, es cierto, es empecinadamente local pero la rumia exaltada de Sinclair cabe a cualquier gran ciudad. Lo que cuenta es la mirada del “entropólogo”, experto en esa disciplina que Lévi-Strauss imaginó hacia el final de sus “Tristes trópicos”, capaz de describir la destrucción que impulsa el hombre mismo, una máquina más despiadada con los pliegues del tiempo en las ciudades que los huracanes y los terremotos.








