Por: Belén Cianferoni.
Crónica del bastón caído en la guerra Crónica del bastón caído en la guerra
Hace poco cambié de bastón. Estuve más de un mes usando uno torcido, con la elegancia torcida también, como si fuera una antena de tele vieja apuntando al canal equivocado. Desde 2021 acepté que tengo que usar una ayuda para mejorar mi vida. Ya me hice a la idea: seguiré usándolo. Ya no peleo con mi bastón, hasta me hice amiga de mi pequeño soldado plateado.
Cuando el mundo exterior, en la época post pandemia, me daba miedo, apretaba el bastón con fuerza y caminaba un paso delante del otro. Un día a la vez, como si estuviera ensayando para una coreografía minimalista de "Bailando por un sueño".
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Recuerdo la primera vez que salí a comprar un lomito con mi bastón. Nunca supo tan bien. Sentía el sabor de la libertad entre la mayonesa y la carne. El pan tenía en su esponjosa existencia todas las posibilidades del universo, mezcladas con levadura. Casi lloro, pero era una lágrima difícil de explicar: mezcla de emoción y picante del ají.
Ahora me tocó cambiarlo. Intenté entrar a un museo y, en la primera escalera mal diseñada, hice un mal paso. Mi bastón se dobló como si fuera de plastilina vencida. Pobre amiguito Quedó tirado sobre el mármol del Museo de Bellas Artes, como una especie de Sargento Cabral de aluminio. Herido, inmóvil, me susurraba desde el piso: "Seguí vos tropezón no es caída".
Las caídas sirven para reflexionar. Me quedé pensando en lo que hice mal, en las miles de posibilidades para evitar que vuelva a suceder hasta que caí en la triste verdad: va a volver a pasar. No importa cuánto lo planifique. Porque no se trata solo de mí, sino de un mundo lleno de rampas que parecen pistas de skate y escaleras eternas como la deuda externa.
Adiós, amigo bastón. Gracias por tantas oportunidades, por la dignidad sostenida en tu regaton de caucho cansado y por acompañarme en todas, incluso cuando caíamos juntos.
Esta dualidad de escritora con discapacidad motriz me hizo más consciente y sensible ante ciertas situaciones. Acepté que algunas realidades no las puedo cambiar. Pero, tal como la carne se ablanda para lograr un lomito espectacular, nuestras almas tienen que estar lo suficientemente tiernas para aceptar esta realidad aunque también firmes como la provoleta crocante de entrada.
Necesitamos menos escaleras y más rampas de verdad no esas que parecen trampolines de circo. Y también necesitamos más asados, más encuentros, más mesas largas con amigos para pensar estos accidentes, donde nadie se quede abajo por no poder subir donde todos podamos decidir.
Las brasas no discriminan y la entraña a punto une.
Así que ya saben: menos escalones, más choripanes. Y que nunca falte una buena rampa ni la mayonesa casera.