Por Diego M. Jiménez.
La primera de las libertades La primera de las libertades
El Presidente ha dicho públicamente que va cuidar las formas y que eliminará sus insultos a opositores y periodistas. Razona, que el rechazo por su estilo agresivo y ofensivo, es lo único que pueden esgrimir quienes cuestionan sus políticas, dado que no tienen otros argumentos. Ergo, cuando no exista más tal demanda de moderación, quedará más al descubierto la falta de ideas de quienes reprueban sus modos.
La primera de las libertades, la de expresión, supone exponerse a escuchar las ideas de quienes opinan diferente y la no prohibición de ideas que no nos gustan o que se encuentren en las antípodas de las nuestras. Escuchar lo incómodo, convivir con lo diferente, siempre y cuando, no se viole ninguna ley o se vulnere algún derecho, es uno de los basamentos de una sociedad democrática. La libertad de expresión no está consagrada en las constituciones para que se escuchen quienes opinan parecido o únicamente expresar lo insípido, lo neutro o lo correcto. Esa sería una libertad de tibios o de una autocracia, no algo propio de una sociedad plural. La más absoluta libertad es preferible a cualquier institución, poder fáctico o mayoría determinada que la intente coartar.
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Un presidente que insulte, agreda y difame no parece deseable, pero en nuestro caso parece un rasgo que la ciudadanía no ve con preocupación. Al menos hasta ahora y mientras que sus dichos no rebasen lo constitucionalmente apropiado o manchen el buen nombre y honor de determinada persona o institución, y quienes se vean afectados recurran a la justicia y esta falle en su favor. Mientras tanto, es libre de hacerlo. Guste o no.
Que estos excesos partan de la primera magistratura obedece a muchas razones: hartazgo, sensación de fracaso, necesidad de claridad y expresiones genuinas muy propias de una sociedad agobiada, desesperanzada y descreída de su dirigencia tradicional. La sociología o la psicología social seguramente podrán explicarlo mejor.
El argumento presidencial no deja de ser provocativo, y no abandona su habitual estilo descalificatorio de sus adversarios o de quienes, dentro de su espacio político, cuestionan su visión. Es decir, sigue siendo fiel a sí mismo, un activo que sus votantes valoran. Las preguntas, entonces, siguen latentes: ¿hasta cuándo será parte de lo que valoran sus seguidores y de lo que el resto de la sociedad que no lo votó, parece tolerar? ¿Podrá el presidente moderarse? ¿cumplirá lo que dijo en una presentación pública sobre su estilo y sus críticos? El tiempo lo irá develando.
Lo cierto es que los modos importan, aunque no se respeten o se transite en sus bordes. Cualquier actividad laboral, lúdica o deportiva, los tiene. Existen como continente de los roles que ocupamos, como marco de la acción, como pacto reglado o consuetudinario de un tipo relación o funcionamiento de una institución. Son formas, no contenidos, pero valen. Imagine que está en un juicio en donde su propiedad está en juego y el juez que debe resolver, se dirige a las partes por sus apodos, se distrae con su celular y está sentado en su lugar vestido con ropa deportiva y gorra a tono.
La libertad de expresión supone autocontrol y si no existe desde la cúspide del poder puede habilitar hacia abajo cualquier tipo de actitudes. ¿O en la escuela no vale lo que el docente hace y dice? ¿o lo que el entrenador propone y cómo, en un equipo deportivo? ¿o de nada valen las formas de un jefe en un empleo?
Sería bueno que el Presidente se modere. La consistencia de sus ideas no será medida por la potencia de sus gritos o la creatividad en los insultos que utilice, sino por la calidad y consistencia de sus políticas.








