La siniestra historia de la banda que lucró con la muerte (Parte N° 2) La siniestra historia de la banda que lucró con la muerte (Parte N° 2)
El ingeniero industrial Eduardo Aulet de 24 años, un apasionado del rugby, fue secuestrado el 5 de mayo de 1983. A las siete de la mañana de ese día se despidió de su esposa Rogelia Pozzi, de 23 años. Llevaban nueve meses de casados. Partió desde su casa en Barrio Norte a bordo de su Ford Taunus rumbo a la fábrica metalúrgica que su padre, Florencio Aulet, había reabierto para él. Estaba vestido con un pantalón marrón claro, un pulóver amarillo y zapatos al tono. El ingeniero nunca llegó a destino. Después de mediodía un llamado a las oficinas de Florencio confirmó el rapto. Una voz masculina le dijo que Eduardo había sido secuestrado y le ordenó dirigirse hasta un árbol con cantero de Posadas y Callao donde encontraría las instrucciones que debía seguir. Allí, dentro de un frasco de café marca Dolca, Florencio halló el DNI de Eduardo, una carta manuscrita donde su hijo le pedía que cumpliera con todo lo que los secuestradores le exigían y una carta escrita a máquina donde solicitaban 350 mil dólares de rescate, firmada por un supuesto Movimiento de Liberación Nacional. Por la tarde recibió otro llamado telefónico que se prolongó por espacio de quince minutos. Los secuestradores reiteraron la amenaza de matar a Eduardo si avisaba a la policía y le dieron más instrucciones para culminar con el Operativo Rescate, tal como denominaban al pago y la posterior liberación. Ese llamado fue recibido en la casa de un amigo de los Aulet que, conmovido, avisó a un policía de su confianza. El oficial concurrió con otra víctima de secuestro para intentar convencerlos de hacer la denuncia. Pero los Aulet se mantuvieron inflexibles y se negaron tajantemente a dar intervención a la policía que, finalmente, tuvo que intervenir de oficio sin la colaboración de la familia. “Fue un error”, dice hoy Rogelia Pozzi, quien fuera la esposa de Aulet, antes abogada civil y ahora una destacada penalista. A veinte años del rapto, en sus oficinas del centro capitalino, esta mujer de fuerte carácter y de convicciones muy profundas, no tiene dudas. “Nos equivocamos. Nosotros negamos todo, no hicimos la denuncia. En estos casos siempre hay que avisar a la policía. El nuestro pudo haber tenido otro final”, asegura. Y no se equivoca. Por como actuaron los secuestradores, hubieran sido presa fácil para la policía. Los hechos así lo demostraron.
El viernes 6 Aulet padre debió recoger otros mensajes que estaban en sendas latas de cerveza. En la segunda de las postas pudo observar una persona que lo vigilaba y que incluso lo siguió con la mirada. Esta conducta de los secuestradores se repetiría a lo largo de muchas de las postas.
Por la noche, por medio de un llamado telefónico, se pactó un pago de 50 mil dólares, pero otro llamado, concretado casi a medianoche, suspendió el Operativo Rescate. Aparentemente, los detuvo la sospecha de que la policía podía estar investigando. Sólo una semana después volvieron a comunicarse. Pero el monto lo elevaron a 100 mil dólares. Los Aulet pidieron una prueba de vida que los secuestradores no dieron. Solo tenían las cartas manuscritas de Eduardo para sus padres y para su esposa. Rogelia por entonces ya tenía pocas esperanzas. “Presumo que esas cartas eran del primer o segundo día. Para mí era muy sospechoso que no quisieran dar la prueba de vida”, afirma.
El llamado final para la concreción del pago se hizo a la casa de los padres de Rogelia. “Era el único que no estaba ‘pinchado’ por la policía y ellos lo sabían. Tan es así que me tuvieron al teléfono cuarenta y cinco minutos. Se ve que tenían alguien que les informaba”, recuerda. “Los amenacé durante toda la conversación. Les decía que podrían pasar meses o años pero que si mataban a Eduardo los iba a hacer mierda, que eran unos hijos de puta. Mi mamá que estaba al lado mío me decía que estaba loca por cómo los trataba”. Es que Rogelia presentía que su marido no estaba bien. Dos años después ese presentimiento quedaría plenamente confirmado. Cuando los secuestradores efectuaron ese llamado Eduardo ya había sido asesinado.
En ese último diálogo hubo acuerdo para el pago del rescate. Rogelia, que recuerda con claridad lo sucedido ese día, fue con su padre a dejar el dinero. “Tenía mucho miedo. Pusimos el bolso con el dinero a la vista en la luneta del Renault 12 como nos indicaron y partimos, pasadas las diez de la noche, a la primera de las postas. Me habían pedido que no manejara a mas de 30 kilómetros por hora. Pero como el velocímetro del auto no funcionaba y estaba muy ansiosa, sin darme cuenta conduje a 90 kilómetros por hora. Por eso llegué a muchas de las postas antes que ellos. Incluso llegué a ver cuando ponían las latitas con los mensajes”.
La primera posta la encontraron en una lata de Coca Cola que estaba en un cantero de Callao 1971, casi esquina Santa Fe. Allí pudieron ver a una persona sospechosa que los vigilaba. “Aquí empieza el Operativo Rescate” comenzaba el texto del mensaje. Como una búsqueda del tesoro pero macabra debían seguir sus pistas. La segunda la tenían que encontrar en la Facultad de Ingeniería en la avenida Paseo Colón y Estados Unidos. Pero la rapidez con que llegaron les impidió encontrar el mensaje. En su declaración ante a justicia el padre de Rogelia, Ernesto Pozzi, describió que pudo observar cuando alguien de la banda dejaba las indicaciones de la segunda posta. “Vi pasar a una persona del sexo masculino, joven, más bien alto, delgado, usaba campera de nylon de color azul y pantalón jean que arrojó una lata de Coca Cola cerca de un canasto que estaba debajo de un árbol y que luego se retiró corriendo”. Justamente en esa lata encontraron el texto que los encaminaba hacia Pavón al 2200, el Gran Buenos Aires. Cruzaron el Puente Avellaneda hasta llegar al frigorífico La Negra. “Allí –dijo en su declaración el padre de Rogelia– observamos un Ford Falcon de color rojo con cuatro personas a bordo. La chapa era C 567.588 “. Del frigorífico el recorrido los llevó hasta una gomería de Hipólito Yrigoyen al 1700. Dentro de una rueda de automóvil de propaganda del negocio hallaron una lata de gaseosa Tab con la siguiente posta. El lugar: una panadería que estaba en la misma avenida pero al 3900. “Pudimos ver de nuevo el Ford Falcon, aunque esta vez con sólo dos personas”, declaró Pozzi. En ese texto les indicaron una dirección de Lanús donde debían dejar el dinero del rescate. Y hacia allí se dirigieron. El texto de ese mensaje también mostró el sadismo de los delincuentes. “Ha llegado a feliz término”, comenzaba diciendo. “Ya era de madrugada. Estábamos muy nerviosos. De hecho en un cruce ferroviario miramos para el otro lado y casi nos atropella el tren”, recuerda Rogelia. “En esta última posta fui tan rápido que me volví a adelantar. Tuvimos que retomar y hacer tiempo. En ese momento me crucé con los dos autos de la banda. Un Ford Falcon gris y otro de color naranja. Es que estuvimos una hora dando vueltas. Recién a la sexta vez que pasamos por el lugar encontramos la señal. Nos indicaron que teníamos que dejar el auto a una cuadra – prosigue Rogelia– con las puertas abiertas y en forma paralela a unas vías. Habían prometido que cuando regresáramos, Eduardo estaría en el coche. Ya era de madrugada y con el dinero en la mano cruzamos las vías. Caminamos una cuadra hasta una zona poblada, con muchas casas aunque en la calle no había nadie. En la vereda vimos una marca verde, tal como nos dijeron que veríamos. Ahí dejamos el bolso”. Cuando emprendían el regreso pudieron ver a una persona que agazapada detrás de un árbol salía en busca del dinero. Era el mismo hombre que vieron en la primera posta de Santa Fe y Callao. Años después Rogelia lo identificaría: “Era Alejandro Puccio”, afirma sin dudar.
Al llegar al auto se les vino el mundo abajo. Eduardo no estaba. Y nunca más volvieron a verlo. “Estoy segura que lo asesinaron en los primeros días del secuestro. Eduardo tenía claustrofobia. Supe, después, que lo habían encerrado en un ropero. Debió haber estado como loco encerrado ahí...”
La vida de Rogelia cambió radicalmente. Dejó el departamento de Las Heras y Austria que compartía con su esposo y se fue a vivir a la casa de sus padres. Y sólo regresó mucho después nada más que para retirar sus pertenencias.
Al tiempo que se dedicó a pelear duramente por el esclarecimiento del caso siguió ejerciendo la abogacía. Pero se volcó cada vez más al derecho penal. Tenía 23 años cuando su esposo fue secuestrado, pero con una rara madurez para su edad supo que ella misma era la que debía ocuparse de encontrar el cuerpo de su marido. Incluso comenzó a sentir que era el propio Eduardo el que se lo pedía. Es que transcurridos dos meses del secuestro Rogelia comenzó a tener un sueño recurrente. “Todas las noches, cuando me quedaba dormida, sentía que Eduardo me tocaba el hombro y me pedía que luchara por encontrarlo. Me decía: tenés que buscar en un camino que tiene una tranquera blanca. Ahí vas a ver a tu izquierda una casa de la que sale humo. Enfrente de ella estoy yo. Necesito descansar en paz”, relata y aún se conmueve Rogelia. “No me quería ir a dormir. Le contaba a todos lo que había soñado para ver si alguien ubicaba el lugar y podía ayudarme”, recuerda. El sueño se repitió puntualmente todos los días o día por medio. Así, ocurrió todas las noches, o noche de por medio, durante cuatro años. Hasta que el mensaje que Rogelia sintió que le llegaba de su marido dejó de ser un sueño y se hizo realidad.
La confesión
En la madrugada del 16 de diciembre de 1987, Roberto Díaz, uno de los detenidos, se quebró ante el entonces juez federal de San Isidro Alberto Daniel Piotti y confesó la participación del clan Puccio en el secuestro y asesinato de Eduardo Aulet, en el de Ricardo Manoukian, que había sido secuestrado y hallado asesinado en 1982, y en el asesinato del empresario Emilio Naum, sucedido en 1984. Poco después también expuso lo que sabía Fernández Laborda. Ante la justicia declararon que fue Arquímedes Puccio quien determinó que el secuestro de Aulet lo concretasen Contempomi y Fernández Laborda el 5 de mayo de 1983. Lo “levantaron” en Austria y Libertador. Aprovecharon que Aulet conocía a Contempomi y armaron un encuentro “casual”. Cuando el joven ingeniero vio a Contempomi frenó y abrió la puerta del acompañante para que subiera. También subió Fernández Laborda al que lo presentó como la persona de la que le había hablado para hacer un negocio.
Poco después, ya dominado y con Fernández Laborda al volante del automóvil lo trasladaron a San Isidro, a la casona de la calle Martín y Omar.
Al ser raptado así, a cara descubierta, Aulet quedó condenado a muerte desde el principio. Este estilo de los Puccio, que se repitió en casi todos los casos en que participaron, marcó el carácter siniestro de la banda. Secuestraban a gente conocida sin taparse los rostros. Sólo los que tienen decidido de antemano matar a la víctima, los capturan de esa manera.
Aulet fue colocado primero en uno de los baños de la casa de los Puccio y luego introducido en un gran armario que había justo enfrente de ese baño. De las declaraciones judiciales se desprende que Arquímedes Puccio fue el encargado de hacer las tratativas para el cobro del rescate y que él mismo, al observar que no se concretaría de inmediato, propuso deshacerse de la víctima. Se supone que Aulet fue asesinado al día siguiente de ser secuestrado. Según dijo Roberto Díaz, las tratativas por el pago del rescate se dilataron y al no concretarse el pago, decidieron matarlo. Relató que Aulet fue sacado encapuchado y con las manos atadas y colocado en el baúl del Dodge 1.500 del coronel Franco.
Junto a una camioneta que sirvió de apoyo, Arquímedes Puccio, Díaz, Franco y Fernández Laborda se dirigieron hasta un terreno de General Rodríguez, cercano al Hospital Vicente López y Planes de esa localidad. En su confesión, Roberto Díaz dijo que el pozo en el cual lo enterraron estaba entre una zanja y una hilera de árboles, que Fernández Laborda le dio un revolver y que sin pensarlo, cuando abrieron el baúl del auto disparó a poca distancia a la cabeza de Aulet. “Creo que dos o más veces “, afirmó. Al cadáver lo sacaron entre todos del baúl, cruzaron la zanja, lo tiraron al pozo y lo taparon con la tierra que estaba amontonada al lado. “Me exigieron la prueba de fuego, que matara a Aulet. Así estábamos todos metidos en lo mismo...”, dijo Díaz.
A pesar de haberlo asesinado continuaron con las tratativas para el cobro del rescate. Pero, obviamente, no pudieron dar la prueba de vida que pidió la familia. Sin embargo, los Aulet decidieron pagar igual. El propio Díaz confirmó en su confesión que le tocó participar del sistema de postas y que cubrió una que había sido colocada frente al frigorífico La Negra en Avellaneda, la misma a la que hizo referencia Rogelia y donde fue encontrada la última de las indicaciones. “Alejandro recorrió las postas con el padre y fue quien cobró el rescate”, afirmó Díaz corroborando los dichos de Rogelia.
Díaz señaló el lugar donde fue asesinado y enterrado Aulet: el terreno del kilómetro 3 de la ruta provincial número 24 del partido de General Rodríguez, a unos 60 kilómetros al oeste de la Capital Federal. Además identificó a un albañil boliviano, Herculiano Vilca, que había trabajado para los Puccio en la refacción del sótano de la casona de Martín y Omar, como la persona que cavó la fosa por orden de Arquímedes. El albañil fue detenido la misma madrugada del 16 de diciembre de 1987. Piotti dispuso la inmediata búsqueda de los restos de Aulet. Díaz y Vilca fueron trasladados para que mostraran el sitio exacto.
Rogelia Pozzi siguió con inquietud todas las novedades. Había hablado con el juez Piotti quien la mantuvo al tanto de los dichos de los detenidos. El magistrado le avisó cuando Díaz confesó dónde habían enterrado el cadáver de su marido. Ella no dudó entonces en contarle a Piotti su sueño, aquel que se le venía repitiendo casi a diario desde hacía cuatro años.
Cuando el magistrado arribó al lugar, recordó el sueño de Rogelia y la mandó a buscar. En el viaje hasta General Rodríguez, Rogelia revivió todas las noches en las que Eduardo le pedía ayuda y las pistas que le daba. Enseguida supo que al fin podría cumplir con él. Es que para llegar al lugar señalado tuvo que traspasar una tranquera blanca y vio una casa parecida a la del sueño. Allí comenzó a sentir que un círculo se empezaba a cerrar. Y creyó entender un poco más de acerca los misterios de la vida. “Cuando me avisaron no dudé en ir. Fue durísimo. Agarré el auto y fui hasta Moreno. Era de madrugada y ni siquiera conocía bien el camino. Recuerdo que mientras manejaba no podía parar de llorar. Le pedía a Eduardo que me diera una mano en todo eso...”.
Al mediodía del mismo día 16, los detenidos Díaz y Vilca mostraron al magistrado el lugar donde fue sepultado. Personal de Bomberos de la Policía Federal y del GER (Grupo Especial de Rescate) participaron del operativo. Un grupo de antropólogos forenses colaboró con ellos. Rogelia observó todo desde un lugar próximo. La escena la completó con un nutrido grupo de periodistas e infinidad de curiosos.
Pero la tarea no fue fácil. Mientras Díaz ubicó el lugar en una zona próxima a una zanja paralela a un camino vecinal, Vilca señalo otro ubicado a 600 metros.
Recién dos días después, el 18 de diciembre, se hallaron los restos de Aulet, con la ayuda de unos vecinos que meses atrás habían visto a Vilca por la zona.
Ese mañana Rogelia llegó a General Rodríguez justo en el momento en que comenzaron a desenterrar los restos de su marido. Notó por los rostros de los presentes que algo había sucedido y corrió hacia el lugar. El jefe del equipo de rescate salió a su encuentro, la contuvo y le comunicó la novedad.
Como otra de las cosas que no tienen explicación racional, lo primero que halló el personal de bomberos y los antropólogos forenses fue la mano derecha de Eduardo Aulet. Esta vez fue Rogelia la que sintió que su marido la había escuchado. El llanto la inundó pero comenzó a sentir alivio. Estaba cumpliendo con el pedido de Eduardo y, por fin, podría descansar en paz. Eduardo Aulet fue enterrado días después en el Cementerio Alemán de la Chacarita.
Tras el hallazgo de los restos de su marido, Rogelia nunca más volvió a tener ese sueño. Ese día se había encontrado con el alma de su esposo. Como si fuera un final pactado hubo un guiño más que le permitió seguir creyendo que “las almas de las personas quedan”. Y como si Eduardo mismo lo hubiera decidido, alguien se puso en el camino de Rogelia. Y no cualquier hombre. El jefe del equipo de rescate, el que halló los restos de su marido, el que la contuvo y ayudó en esos terribles días es hoy el actual marido de Rogelia. Con él tiene dos hijos, la mayor casi adolescente, compañera inseparable de su madre que comparte cada una de las novedades del caso, como si hubiese conocido a Eduardo. “Hasta me llaman los compañeros de colegio de mis hijos para darme fuerzas cuando hay alguna novedad”, agrega Rogelia orgullosa. l








