¿La Virgen María murió o no murió? ¿La Virgen María murió o no murió?
El deceso más dudoso
Muchos cristianos han creído, y algunos todavía siguen creyendo, que la Virgen María no murió como las demás criaturas. Que cuando llegó la hora de su partida de este mundo, se quedó dormida como en un sueño profundo, y así fue llevada en cuerpo y alma al cielo por Dios. Por lo tanto, su cuerpo no habría sufrido la corrupción que experimenta todo cadáver. Esta creencia, afirman los defensores de esta postura, se basa en algunos pasajes de la Biblia, donde leemos que la muerte entró en este mundo por culpa del pecado. Y como María no tuvo pecado, no le correspondía morir. Tal opinión nunca fue unánime en la Iglesia, y los estudiosos católicos han estado divididos, ya que para muchos la madre de Jesús sí tuvo que haber muerto.
Cuando en 1950 el papa Pío XII declaró el dogma de la Asunción de María, se generó una enorme expectativa entre los teólogos, puesto que iba a tener que aludir a la cuestión de su muerte. Pero para no entrar en la controversia, el papa usó una expresión evasiva y dijo simplemente: “Declaramos que es dogma divinamente revelado, que la Inmaculada madre de Dios, «terminado el curso de su vida en la tierra», fue llevada en cuerpo y alma al cielo” (Munificentissimus Deus, n° 44). Al decir “terminado el curso de su vida”, evitó aclarar si había muerto o no.
Será el papa Juan Pablo II, en su catequesis del 25 de junio de 1997, quien se pronunciará sobre este debate, manifestando que la madre de Jesús sí murió como toda criatura humana.
Un hijo insuperable
El papa basó su afirmación en tres argumentos. Primero, porque una antigua tradición en la Iglesia ha sostenido siempre que María fue llevada al cielo después de morir. Desde los primeros siglos encontramos a figuras de renombre como san Epifanio († 403), san Ambrosio († 397), san Jerónimo († 420), san Agustín († 430), san Juan Damasceno († 749), san Anselmo (1109), santo Tomás de Aquino († 1274), san Alberto Magno († 1280), Bernardino de Sena († 1444) y una larga lista de escritores eclesiásticos, que sostuvieron la muerte de la Virgen. Sólo en el siglo XVII comienza a imponerse la opinión de la inmortalidad corporal de María. Por eso, dice Juan Pablo II, quienes sostienen que la Virgen no murió se oponen a la tradición de la Iglesia (Catequesis, n° 1).
En segundo lugar, porque pensar que María no murió es otorgarle a ella un privilegio que la colocaría por encima de su propio hijo, ya que Jesús murió. ¿Cómo no va a morir María? (Catequesis, n° 3). En tercer lugar, porque sin la muerte es imposible la resurrección. Si María no hubiera muerto, ¿cómo habría podido resucitar y entrar en la vida eterna? (Catequesis, n° 2).
Por todo ello, concluye el papa, María de Nazaret tuvo que morir, a pesar de no haber tenido pecado.
El día que no llegó
¿Por qué entonces dice la Biblia que la muerte entró en el mundo por culpa del pecado? ¿Significa que, si los primeros hombres no hubieran pecado, habrían sido inmortales? ¿Y también nosotros los seríamos? Adelantemos ya la respuesta: no es así. Con pecado o sin él, la muerte biológica hubiera existido en la humanidad. El pecado no alteró la biología humana. La creencia de la inmortalidad humana en caso de que no hubiera existido la desobediencia del hombre, se debe a una interpretación equivocada de tres textos bíblicos.
El primero es del libro del Génesis. Al relatar el pecado de Adán y Eva (Gn 2-3) cuenta que Dios creó al primer hombre y le dijo: “De cualquier árbol del jardín puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comas de él morirás sin remedio” (Gn 2,17). El hombre no obedeció y comió del fruto prohibido. ¿Pero qué habría pasado si no lo hubiera hecho? La respuesta aparentemente es: no habría muerto.
Pero no es así. La frase de Dios decía: “El día que comas de él, morirás sin remedio” (Gn 2,17). Dios le previene a Adán que “el día” que coma del fruto morirá. Pero Adán comió del fruto prohibido, y no murió ese día. Ni el siguiente, ni el posterior. Siguió viviendo muchos años más. ¿Cómo es posible? Es que, para el autor del Génesis, la muerte que debía sobrevenirle a Adán no era la muerte biológica, que de hecho no le ocurrió ese día. La muerte prometida era a la amistad con Dios, que efectivamente tuvo lugar ese día, cuando Adán fue expulsado del paraíso (Gn 3,23-24).
Unidos en las sanciones
La creencia errónea de que este texto hablaba de la muerte biológica se ha visto, para peor, apuntalada por una frase que se encuentra al final del episodio. Cuando la primera pareja, tentada por la serpiente, come del fruto, Dios castiga a todos los participantes de la desobediencia, empezando por la serpiente, siguiendo por la mujer y terminando con el hombre (Gn 3,1-19), a quien le dice al final: “Porque eres polvo y en polvo te convertirás” (Gn 3,19). Estas palabras han hecho creer que morir y convertirse en polvo es consecuencia del castigo por haber pecado. En consecuencia, si el hombre no hubiera pecado, no habría muerto.
Pero esto tampoco es correcto. Si analizamos los castigos impuestos por Dios, estos aparecen enunciados en forma imperativa, es decir, en forma de una orden. Por ejemplo, a la serpiente dice: “serás maldita entre los animales” (Gn 3,14-15). A la mujer le dice “aumentaré tu sufrimiento en los embarazos y con dolor parirás los hijos” (Gn 3,16). Al hombre le dice: “comerás el pan con el sudor de tu frente” (Gn 3,17-19).
Una vez terminados los castigos, viene la famosa frase: “Hasta que vuelvas al polvo de donde fuiste sacado, pues eres polvo y en polvo te convertirás” (Gn 3,19). Como vemos, esta frase no aparece como una orden, y por lo tanto no forma parte de los castigos. Es una simple infor¬mación que Dios le da a Adán, sobre cuánto tiempo tendrá que sufrir esos males: hasta que vuelva al polvo y le llegue la muer¬te, que es algo que naturalmente debe suceder. Por lo tanto, la muerte no es un castigo impuesto por Dios sino una realidad natural para todo hombre.
Por la envidia del Diablo
El segundo texto bíblico que menciona la muerte del hombre como consecuencia del pecado, se encuentra en el libro de la Sabiduría: “Dios creó al hombre para la inmortalidad. Lo hizo a imagen de su propia naturaleza. Pero por envidia del Diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen” (Sb 2,23-24).
El texto parece decir que Dios creó al hombre para ser inmortal, pero cuando la muerte entró en el mundo por culpa del Diablo, el hombre perdió su inmortalidad. ¿A cuál muerte se refiere el autor? Nuevamente, no puede tratarse de la física, porque aclara que “la experimentan los que le pertenecen (al Diablo)”, es decir, los pecadores. Y sabemos la muerte física la experimenta todo el mundo: buenos y malos. Por lo tanto, lo que quiso decir el autor es que Dios creó al hombre para la inmortalidad espiritual, para vivir siempre como amigo de Dios. Pero no habla de la inmortalidad biológica.
Entre Adán y Jesús
El tercer y último texto que habla de la muerte como consecuencia del pecado se halla en san Pablo. Escribiendo a los romanos, dice: “Por un solo hombre (Adán) entró el pecado en el mundo, y entró la muerte. Y así como el pecado de uno solo (Adán) trajo sobre todos los hombres la condena, así también la justicia de uno solo (Jesucristo) trajo a todos los hombres la justificación que da la vida” (Rm 5,12.18).
Como vemos, Pablo establece una comparación entre Adán (primer hombre de la humanidad), y Cristo (primer hombre de la nueva humanidad). Y afirma que, si bien la muerte entró en el mundo por el pecado de Adán, Cristo reparó esa tragedia trayendo la nueva vida. Ahora bien, ¿cuál es la nueva vida que trajo Jesucristo al mundo? No es una nueva vida biológica. Por lo tanto, tampoco pudo haber sido una muerte corporal la provocada por el pecado de Adán.
Estas son las únicas veces que la Biblia sostiene que la muerte entró en el mundo por el pecado. Y ninguna se refiere a la muerte biológica. Por eso hoy los biblistas ya no aceptan la idea de que la humanidad era inmortal antes del pecado original. Para la Biblia, la muerte es un paso ineludible y forzoso para todo el mundo. Vida y muerte forman parte del ciclo natural de toda persona por el mero hecho de su condición humana.
Lo que verdaderamente entró
Pero ¿cuál es la muerte “espiritual” que, según la Biblia, entró en el mundo por culpa del pecado? Lo que entró en el mundo, debido al pecado del hombre, podríamos calificarlo como la muerte psicológica. En efecto, si los hombres no hubieran pecado, la muerte física igualmente habría existido, pero no se la habría experimentado como algo aterrador y agobiante. El hombre la habría afrontado con la paz y el gozo de los amigos de Dios. Podemos suponer que la muerte habría sido vivida como un simple viaje, una partida feliz y serena, un paso gozoso hacia el encuentro con el Señor, una despedida momentánea de parientes y conocidos, con la seguridad de que pronto volveríamos a encontrarlos de un modo más pleno y perfecto en la otra vida.
Pero por culpa del pecado se nos nubló la vista. Y entonces la muerte dejó de ser un paso dichoso hacia el encuentro con Dios, para convertirse en algo desconocido y traumático, que nos angustia y deprime, que nos asusta a cada momento, y en donde se estrellan todas las esperanzas y las ilusiones humanas, porque ya no sabemos bien qué nos espera del otro lado, ni cómo será el más allá. Esa es la muerte “psicológica”. Es la muerte que apareció debido al pecado. Y es lo que hoy llamamos “muerte” sin más.
Nuevo rostro de la muerte
La mala interpretación de estos pasajes bíblicos ha llevado a pensar que María de Nazaret fue preservada de la muerte física, como si esta fuera un castigo o un mal de fábrica, cuando en realidad el mal está en cómo se la experimenta. María, por su unión espiritual con Jesús, sin duda vivió la muerte como un maravilloso amanecer, como la inmersión en un nuevo mundo permeado por la presencia de Dios.
Es que con la venida de Cristo, la muerte “psicológica” fue vencida. Es decir, perdió su carácter trágico y volvió a recuperar su rostro anterior. Con Cristo, el hombre recobró la posibilidad de verla como era en un principio: un tranquilo encuentro de amigos íntimos.
Por eso san Pablo la define como un “dormirse en Cristo” (1 Cor 15,18). Dice que prefiere “salir de esta vida para vivir con el Señor” (2 Cor 5,6), y que para él “la vida es Cristo, y la muerte una ganancia” (Flp 1,21). Desde entonces, miles y miles de cristianos a lo largo de la historia han afrontado la muerte con entereza y paz. Y por eso cuanto más cerca está uno de Dios, menos temor experimenta ante la muerte. Porque sabe que esta ya no es más “muerte”, sino una luminosa salida hacia el abrazo final y eterno con el Dios del amor. Como bien lo expresa unos versos de la liturgia: “Dichosa la muerte / que tal vida causa, / dichosa la suerte / final de quien ama”. Jesucristo le ha quitado la máscara aterradora a la muerte. Y nosotros debemos mirarla con esa paz. Para que su futura llegada, que a todos nos aguarda, no amargue ni entristezca el tiempo de la espera, y pueda cumplirse el deseo del autor del Apocalipsis: “Dichosos los que mueren en el Señor” (Ap 14,13).








