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EL LIBERAL . Viceversa

¿A dónde vamos cuando nos dormimos?

Por Pablo Albornoz.

28/06/2025 23:00 Viceversa
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¿A dónde vamos cuando nos dormimos? ¿A dónde vamos cuando nos dormimos?

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Ya oscureció. La ruta es una cinta lisa y recta; faltan al menos veinte kilómetros hasta la siguiente curva. La música suena despacio. Faltan otros diez minutos para llegar. Pestañeo dos veces y desaparezco. 

Luego despierto por la vibración del volante. 

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Sorpresivamente, nos encontramos sobre la banquina opuesta, derrapando ripios, esos hondazos metálicos atrás. Creí haber bajado la velocidad lo suficiente, sin apretar los frenos, sería un error. Suavemente, intento regresar de nuevo a la ruta, pero la cubierta muerde la banquina y pierdo el control del auto. Giramos como tropo sobre el asfalto, las cubiertas humeantes, sentí el caucho quemarse afuera, aferrado al volante, los ojos abiertos. En el último trompo, entramos de trompa, monte abajo. Empezamos a dar vuelcos de punta. Sigo aferrado al volante; siento el horror de estar dentro de una caja de hierros y combustible. Mi hijo al lado; siento la ingravidez de la gravedad. No quiero mirar a mi costado. Voy contando mentalmente los tumbos, las luces y oscuridades, los ruidos…uno…dos…tres; cada giro es eterno, …cuatro…en cada vuelta siento que mi hijo está bien. No tengo certezas. Ninguno de los dos está gritando. Cada tumbo es una ruleta rusa con todas las balas cargadas. Quiero que se detenga…cinco. Quedamos dentro del el auto, ruedas al cielo, despeluchadas. Un pequeño vidrio se incrustó en uno de los nudillos de mi mano derecha, en el pliegue entre el dedo meñique y el anular. No reconozco esa perspectiva: cabeza abajo, el cinturón de seguridad quemándome en diagonal. Toco el pecho de mi hijo. Le pregunto si está bien, me responde con otra pregunta "¿Qué pasó?" Desabrocho mi cinturón, cayendo de cabeza sobre el techo destrozado. A pesar de semejante desconcierto, advierto que el motor sigue encendido. Lo apago con una extraña lucidez y calma, quizá en un mecanismo cerebral automático para no entrar en la locura. Intento abrir mi puerta, pero es una plancha deforme, trabada en un acordeón de metal, mientras vuelvo a preguntar ¿Hijo, estás bien? ¿te duele algo? 

-Estoy bien Pa, no me duele nada.

Le digo que saldremos por su puerta. Sentencié que podemos abrirla o abrirla, y así fe como salimos. El monte afuera estaba mudo. Estamos calmos. Levanto en brazos a mi hijo de diez años. Veo las luces de un par de vehículos, entonces me doy cuenta que nos internamos en el monte al menos cien metros. Me dirijo hacia las luces, el peso de mi hijo es la nada misma. Voy abriéndome paso por una hierba alta y amarilla, entre posos y cactus. Llegamos al costado de la ruta. No se me ocurre bajar a mi hijo. Hacemos señas a los vehículos que pasan. Nadie se detiene. Abrazo fuerte a mi hijo. Sin que Joaquín se dé cuenta, lloro. Una camioneta blanca pasará de largo, disminuirá su velocidad y hará marcha atrás, enrojeciendo la noche con los faros traseros. El monte empezaba a chusmear lo que pasó, activando las cigarras y grillos. Un hombre de cabeza canosa de apellido Rojas, bajará para auxiliarnos. Le pediré su celular. Le explicaré brevemente y sin detalles lo sucedido. Le señalaré el auto volcado titilando en la lejanía, como una luciérnaga agonizante. El hombre nos preguntará tres veces lo mismo "¡¿Pero ustedes venían ahí?! ¡¿Ustedes venían en ese auto?!". Subido a la caja de la camioneta —para tener mejor señal— marcaré tembloroso el número fijo de mis padres mientras advertiré la extraña condición de mis jean: estaba rasgado en varias partes: en las rodillas y los muslos; la camisa sin los tres primeros botones; mi cuerpo perfectamente intacto. Mi hijo, absolutamente ileso, me mirará desde abajo. Me sacaré la astilla de vidrio de entre los dedos y me chuparé la sangre; renegaré por el hecho de no tener señal a pesar de estar subido a la caja del vehículo, a pesar de que renegar por eso es una estupidez después de semejante tragedia. Me voltearé para apoyar la mano sobre el techo de la camioneta. Mi madre atenderá la llamada. Nuevamente, sin detalles, diré lo sucedido y que estamos perfectamente bien. Colgaré. Apoyaré la otra mano y volveré a ocultar las lágrimas, esta vez para agradecer. Agradecer haber despertado en está realidad, y de esa forma, porque pude haber despertado en otra realidad, o no haber despertado nunca. Es a partir de entonces que me pregunto ¿A dónde vamos cuando nos dormimos?

Bio

Soy Pablo Albornoz, escritor y pintor nacido en Frías, Santiago del Estero. Me formé como Licenciado en Comunicación Social y desde hace años transito los caminos de la palabra, tanto en la narrativa como en la poesía. Publicar Barro en 2016 fue un hito personal: una novela donde se cruzan el realismo mágico, la denuncia social y las huellas del monte que me vio crecer.

Participo desde hace tiempo en antologías literarias y encuentros culturales del NOA. Mis textos fueron seleccionados en Letras del Face y también forman parte de El microrrelato en Santiago del Estero. En 2008 obtuve una beca del Fondo Nacional de las Artes, lo que me permitió formarme con Hebe Uhart. Más adelante tomé talleres con Shaun Levin y Pablo Cullel.

También me dedico a la pintura, y mis obras han sido vendidas en Tucumán, Córdoba y Buenos Aires. Barro hoy integra la biblioteca de Mocha Celis, y ese gesto simbólico me emociona profundamente: que mis palabras acompañen otras luchas, otras historias silenciadas.

Sigo escribiendo, sigo buscando. Porque escribir es también una forma de volver al origen y, al mismo tiempo, de no quedarse quieto nunca.

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