Por Gisela Colombo.
Casa Tomada: el eco de los que fuimos Casa Tomada: el eco de los que fuimos
Aun así, ¿acaso los fantasmas que toman la pro piedad vienen del más allá? ¿O emergen del interior de la casa?
La casa, enorme, heredada, callada, es un personaje más: sus pasillos resuenan con pasos que no se dan, con voces que no se oyen, pero que tienen enorme peso para sus habitantes.
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El narrador y su hermana viven una rutina opaca, minuciosa, dentro de una casona que parece existir fuera del tiempo. Él se dedica a leer autores franceses y a ordenar una colección de estampillas, mientras ella teje sin pausa, como si en cada hebra tejiera también su destino. Viven solos desde hace años, tras la muerte de sus padres, en una convivencia tan íntima que incomoda: comparten horarios, costumbres, silencios. Y hay algo más. Algo no dicho. Él la escucha moverse en la cama, la mira como no se mira a una hermana. "Un matrimonio de hermanos" dice el narrador en las primeras líneas del texto. Y no suena a metáfora.
Una mañana, mientras limpia en la cocina, el narrador escucha un murmullo, "como si algo hubiera caído al suelo, algo que no podía romperse". Luego, pasos. Rápidamente el hombre cierra la puerta que conecta con la parte del fondo de la casa. Esa zona queda clausurada. No hay enfrentamiento ni investigación. Solo se acepta: "Han tomado la parte del fon do". Todo aquello que queda vedado detrás de la primera puerta que se cierra, "la de Roble", es simbólicamente aquello ligado a los recuerdos, a los ante pasados, a los legados familiares, donde están los go belinos y los objetos que testimonian la existencia de quienes ya no están. Pero, detrás de sus "ruidos" están también las voces crecientes de los valores que generaciones anteriores intentaron transmitir y los hermanos ignoran.
La casa no solo guarda el pasado: lo impone, lo hace presente. Los toma, como toma forma la culpa. La cita resuena con fuerza: "la casa clausura la genealogía".
La endogamia es problemática. El incesto, conde nado universalmente, motivó castigos divinos para las antiguas civilizaciones. Aquí, esa potencia tabú emerge también. Y lo hace con el mismo mecanismo primitivo: el silencio.
Aquí, en la calle Rodríguez Peña, no hay hijos ni fu turo, solo la repetición estéril de un vínculo que se en cierra sobre sí mismo. Ellos no pueden, no deben tener hijos. La casa deviene tumba de la sangre, prisión de lo heredado. Lo que debería continuar el linaje, la historia familiar se detiene en ellos. La genealogía se cierra porque la relación que habitan no permite descendencia ni transformación, solo estancamiento.
Pasan los días. Ya no pueden usar la biblioteca ni el comedor. Se mudan al cuarto de Irene, a la parte delantera. Pero, a pesar de la tensión, no alteran la rutina. Se adaptan. Ella sigue tejiendo. Él busca nuevos pasatiempos. El lector, sin embargo, percibe la intranquilidad: algo no está bien. Y esa cosa ese "algo" no está afuera.
El plano de la casa refuerza esta lectura. Su estructura una sucesión de habitaciones que se abren en fila y luego se ramifican sugiere la forma de una llave o una cruz. Y no es casual: la casa, el espacio que se describe con parsimonia exasperante, con un detalle incongruente con la brevedad de un cuento, es la clave del texto. Aunque también es la cruz que cargan. La llave abre una interpretación simbólica: ellos portan el secreto, la cerradura de un deseo que no debe ser nombrado. Pero también es una cruz porque su amor insano es un peso, un martirio silencioso que los condena a la soledad y al encierro.
La toma de la casa no es una invasión; es una irrupción. Como si desde el fondo mismo, del polvo de los retratos y del silencio de los salones cerrados, subiera la culpa. Los antepasados no toleran ese vínculo, esa quietud impura disfrazada de rutina. La casa los expulsa.
Tal vez lo que venga es un transplante a otra realidad que desconozca su vínculo de origen y les permita vivir el amor romántico sin el juicio de nadie.
No hay lugar para lo exterior. No hay amigos, no hay salidas, no hay deseo más allá de ellos mismos. El narrador menciona que estuvieron comprometidos en su juventud, pero no se casaron. Es llamativo que ambos permanezcan solteros, sin proyectos de vida propios, encerrados en una simbiosis que se pro longa más allá de lo socialmente aceptable. Cortázar sugiere, sin afirmarlo, que esa relación tiene un componente prohibido, latente, silenciado. El deseo incestuoso no se nombra, pero lo contamina todo. La casa es un cuerpo compartido que se va clausurando ante esa represión. No se ve al invasor porque no lo hay.
Lo que hay es un desborde: del deseo, de la memoria, del peso de lo heredado. La casa los empuja como una conciencia antigua, como el eco de un linaje que exige obediencia. La llave queda adentro, cerrando con ella no solo una puerta, sino una historia.
El "ruido" como manifestación del inconsciente
El punto de inflexión del cuento se da cuando los hermanos comienzan a escuchar un "ruido" en la par te del fondo de la casa, que los obliga a replegarse, cerrando puertas y cediendo espacios. La amenaza nunca se define, nunca se muestra. Solo se oye. Es una presencia espectral, pero íntima. Ni siquiera hace falta comunicar qué es, entre ellos. Lo saben perfectamente. Una lectura psicoanalítica permite entender ese "ruido" como la irrupción del inconsciente: lo reprimido la culpa o el deseo incestuoso comienza a tomar la casa, desplazando a los hermanos hasta ex pulsarlos por completo.
Una renuncia cómplice
Finalmente, una noche, mientras ambos están en la cocina, vuelven a escuchar los ruidos. Esta vez vienen del pasillo que los separa del dormitorio de Irene. Sin decir palabra, el narrador sale con lo puesto, y ella detrás. Cierran la puerta de calle y tiran la llave por la alcantarilla.
Cuando los hermanos se ven obligados a abandonar la casa, lo hacen sin resistencia. El narrador incluso desecha la llave, sellando el acceso a lo vivido. No hay pánico ni desesperación, solo resignación. Esta actitud refuerza la hipótesis de una culpa compartida, de una conciencia tácita de lo inconfesable. Lanzar la llave es aceptar el exilio, abandonar un espacio que se volvió irrespirable.
Si hasta entonces el lector se hubiera preguntado si se trataba de delincuentes, de "ocupas" o de ladrones, en el parlamento final se anula la inferencia: Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la al cantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
La partida no es solo física: es una expulsión simbólica de un Edén perverso, donde la aparente armo nía ocultaba un crimen sin nombre. La casa tomada no es por fantasmas o entes invisibles, sino por la imposibilidad de seguir negando lo que no puede ser dicho.
la potencia de lo insinuado
Cortázar construye en Casa Tomada un relato en el que la omisión es la mayor forma de afirmación. Al no nombrar lo indecible, lo potencia. El emerger de la sombra, habría suscrito Carl Jung.
El libro en que se incluye el relato, llamado "Bestiario" ha sido reconocido por el propio autor como una especie de proceso de curación.
«Yo escribí esos cuentos sintiendo síntomas neuróticos que me molestaban».
La hipótesis del incesto no solo explica la convivencia enfermiza, la pasividad ante la pérdida y la naturaleza fantasmal de la amenaza, sino que dota al cuento de una densidad trágica, cuasi un cuadro de enfermedad mental autoinmune pero también contagiosa.