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EL LIBERAL . Santiago

Crónicas de los personajes que habitaron mi niñez

Por Belen Cianferoni. 

Crónicas de los personajes casi irreales que habitaron mi niñez

Crónicas de los personajes casi irreales que habitaron mi niñez.

17/08/2025 06:00 Santiago
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Uno de los elementos más difíciles cuando empiezas a escribir es crear personajes. Tienen que ser verídicos, parecer reales, y hasta hacerte dudar de su creación. Cuando sientes ese gusto a edulcorante o a saborizante artificial, automáticamente desconfías de lo que lees, y sabes que en definitiva es todo ficción. De golpe ves que el cielo es cartón pintado, que lo que dicen y sueñan es tan falso como un billete de tres pesos y… lamentablemente, decides gastar tu tiempo en otra parte, dejando la ficción a medio hacer. Crear buenos personajes, consistentes, es un laburo enorme, y no puedes dejar de practicarlo día tras día si realmente quieres incursionar en el mundo de las letras.

 Ya que nos conocemos hace un tiempo, me siento con la confianza suficiente de contarles que me anoté en un taller de narrativa para escribir cuentos infantiles, dictado por Adriana Del Vitto. Adriana no me conoce, espero poder conocerla algún día, pero fue objeto de mi envidia y celos cuando era niña. Encima estoy atrasada con las actividades del taller. Andando me rajan. Lo que es la vida: ahora que es gratis y puedo asistir, tengo que sacarles tiempo a mis obligaciones para poder escribir un poco para el taller. Cuando llueve sopa, yo con tenedor. Pero lo lograré, es necesario no quedarme y seguir peleándola.

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De chica veía cómo varios lograban ir a sus talleres de escritura, y de grandes eran escritores decentes. No podía evitar pensar, desde adolescente y todavía de adulta, que de haber asistido ahí mi forma de narrar hubiera sido mucho mejor. Hasta el día de hoy me siento una farsante que lucha con los tiempos verbales y los gerundios. Yo solo veo palabras, frases, oraciones… corto un poquito por acá, maniobro otro poquito por allá, y le rezo a Dios para que el producto final se entienda. Lectura tengo, sí, muchos libros llegaron a mi vida con los años, pero mi amado inglés a veces ataca a porrazos a mi español. Lo agarra a golpeishons. 

Mi escuela fue, sin duda, HBO Olé con Batman: la serie animada, las historietas de Pepe Sánchez, Nippur y todo lo que venía con El Liberal los domingos. Pero, por sobre todas las cosas, mi papá y su capacidad de contar historias. Antes de viajar o conocer el interior de Santiago, mi mente ya había recorrido parajes donde solo había huellas, bañados anegados, escuelas abandonadas y campamentos a la orilla del río donde alguien encontraba consuelo si caía un dorado o un sábalo a sus manos.

Las anécdotas de mi papá y de mi mamá fueron las creaciones más grandes de mi vida. Habitaron en mi mundo personas que jamás conocí ni conoceré, seres que vivieron en el pasado, pero cuyas frases y acciones eran dignas de poblar novelas enteras. En sus relatos vivían jueces de paz con un sentido irónicamente poético de la justicia y la venganza; sociólogos que jugaban a dar consejos para viajar en colectivo; regordetes que casi ganaron concursos de comer más de 48 huevos fritos con manteca, pero perdieron con una señora en el número 50. Y cómo olvidar las diabluras casi inverosímiles… como poner cohetes en el rancho de un amigo para despertarlo haciéndole creer que lo atacaban los militares. ¿Quién, en su sano juicio, puede pensar que alguien haría eso?

Las anécdotas de bromas fueron miles: las llamadas telefónicas interminables para conseguir precios, los enredos, pero sobre todo, mi casi ciega creencia de que todo era cierto. Me gustaría decirles, queridos amigos, que crecí creyéndole a mi padre todo lo que contaba, pero no fue así. Tantas bromas y exageraciones te hacen dudar incluso de las personas que más amas.

Así crecí, entre la realidad y la fábula, hasta que un día —el triste día del velorio de mi tío Pablo— todos esos personajes aparecieron frente a nuestros ojos, uno al lado del otro. Mi papá sonreía tristemente y los abrazaba buscando fuerzas, al igual que mi tía, que había perdido a su persona favorita en el mundo. De pronto todo cobró sentido: los personajes que me había contado mi viejo no eran mentira. Eran parte de un relato ficcionado que de chica no supe comprender, pero que me ayudó a crecer como persona y como autora.

¿Eran personas de verdad? Sí. Eso lo hacía cruel y maravilloso a la vez. Pero no todos eran tanto ni tan poco como para desconfiar de su existencia. Uno de esos personajes, del que hasta dudaba que existiera, era el amigo de mi viejo: Tomate Ayala, famoso por firmar con las siglas de su nombre completo. Cualquiera diría que es un detalle menor, pero nuestro amigo en cuestión se llamaba: Ubaldo René Ayala.

Es el Día del Niño. ¿Ustedes ya saben qué regalarles a sus peques? Yo miro hacia atrás y recuerdo el arte de ser pequeña: mirar todo de otros colores, coleccionar piedritas que me hacían acordar a Sailor Moon, ver magia en cada florcita y en cada yuyo que crecía en mi patio.

No solo de cosas se poblaron mis días: mi infancia fue un entrenamiento para habitar la ficción de la manera más feliz posible. Por lo pronto, y sin olvidarme que hoy es el Día del Niño, les mando mi amor a Milagros, Jorgelina, Juan, Abril y Bautirta, y también a los niños que supieron ser José, Majo, Euge y Santi.

Y quizás de eso se trate todo: de aprender a sostener la ficción como si fuera un juguete, con la seriedad y la ternura que solo un niño sabe tener. Porque, al final del día, escribir no es más que volver a jugar con los recuerdos, ponerles nombres, darles un lugar en la historia y aceptar que esos personajes —reales o inventados— siguen acompañándonos cada vez que nos animamos a escribir.

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