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Crónicas del manto negro de la ciudad de Santiago del Estero

Por Belén Cianferoni.

13/05/2025 06:00 Viceversa
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Seguramente están sorprendidos de verme hoy, un martes, ante sus ojos. Soy la de las crónicas del domingo, pero me vine a refugiar en mi columna para salvaguardarme de la… mala suerte. Hablemos bajito, que nos puede escuchar.

¿Qué es tener mala suerte en Santiago del Estero? Es necesario alejarnos de las nociones hollywoodenses. Es muy difícil que se caiga un piano de un edificio o que un dinosaurio reviva en el Nodo. Nosotros tenemos otro tipo de miedos. Miedos pequeñitos, domésticos, cotidianos, que juntos podrían transformar nuestra planicie en una montaña.

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No se asusten. Los martes 13 son para eso: para enfrentarnos y desafiar todas las posibilidades que nos trae la vida, y saber que, aun así, existimos. Esta cronista tuvo que golpear un par de puertas, enviar unos cuantos mensajes, hasta descubrir cuáles son los mayores miedos santiagueños, y también los más profundos. Entre risas y sobresaltos, paso a contarles los casos más coloridos.

El temor más repetido es perder el colectivo. Curiosamente, se repite tanto el llegar demasiado tarde para el primero como para el último. Es el temor a andar sobre la hora, y ese pánico a tener que gastar de más en un remis que, con suerte, tiene aire acondicionado.

Perder carreras, billeteras, un sinfín de objetos y demás no se asemeja —ni está cerca— de extraviar las voces de nuestros seres queridos. El primer paso en la pérdida de la documentación es el enojo liberado al universo, la maldición contra el destino y los demonios del azar. Después viene el llamado a la tía que siempre sabe qué hacer, o a la prima que trabaja "en algún lado del centro".

Las oportunidades perdidas también duelen. ¿Quién no se encontró corriendo detrás de una vendedora de tortillas y chipaco un domingo a la tarde, sin poder conseguir que detuviera su paso? La tristeza de no llegar a ese bendito plato de gluten y grasas es tan intensa como simbólica.

Hay un sentimiento de infortunio que nos baña como un manto negro, que nos une como ciudadanos y como hermanos. No existe nadie que no haya sufrido una fatalidad, y nadie, por más alta cuna o cucharita de oro que tenga, puede decir que nació inmune al dolor y a la pérdida, que arrastramos como mala suerte en la vida.

No somos robots. Tenemos sentimientos y miedos que no podemos controlar. Mientras escribía estas líneas, recordaba a Borges diciendo:

"Sombra final se perderá, ligera.

No nos une el amor sino el espanto;

será por eso que la quiero tanto."

Ese espanto, ese miedo a la mala suerte, nos hermana.

¿Y qué dijo Canal Feijóo sobre esto? En su libro Fundación y frustración de la ciudad argentina escribió:

"El ser de un país no es un teorema, o un mecanismo de robot, es un ente biológico, vale decir, sujeto a razones más complejas y circunstanciales que las que rigen el pensamiento teórico: razones naturales, o naturalizadas, o históricas, que cuando no son ilógicas, o al menos a-lógicas, responden a fortuitismos que la razón ética o afectiva o simplemente lógica puede no alcanzar a comprender."

No hay lógica que nos salve de la mala suerte, pero tampoco hay mal que dure cien años. Ni cuerpo que lo resista.

Pero también es cierto que, en esta tierra de soles hirvientes y sombras milagrosas, la mala suerte no es más que una excusa para volver a empezar. Para contarnos lo que nos pasó entre mates y bizcochitos, para reírnos del drama propio y ajeno, y para seguir creyendo que mañana —quizás— el colectivo sí nos espera. Que la tortilla no se acaba. Que esta vez, sí, todo va a salir bien.

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