Por Belén Cianferoni.
Crónicas de los fantasmas del Renzi Crónicas de los fantasmas del Renzi
Amo las historias de fantasmas, las colecciono. Mejor si le suceden a otro, detesto cuando me suceden a mí. Hace unos días decidí llevar mi bastón hasta el Cine Renzi. Estaban exhibiendo una de mis películas argentinas favoritas de terror: Cuando acecha la maldad. Podría haber dicho simplemente que es mi película favorita, y no iba a mentir.
Mientras devoraba los pochoclos en la butaca y esperaba la película, sentía cómo ese hermoso auditorio se achicaba sobre mí. El aire a mí alrededor se congeló, y mis dedos se enfriaron. Recuerdo haber movido las manos para calentarlas con mi aliento, y recordé también haber leído sobre la nueva ola polar que se acercaba a la provincia.
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Pensé en las caras sonrientes de niñxs que esperaban en la cola, ansiosxs por ver Lilo y Stitch, y después pensé en cuántas infancias felices habrán corrido por estos pasillos buscando el mejor lugar que todxs ya sabemos que es la cuarta fila al medio. La emoción de una Belen niña, bañadita y perfumada, se sentó al lado de la Belén adulta que se compró un paquete grande de pochoclo.
Me asusto como antes. Cuando tengo que pagar los impuestos me frustro como una nena que tiene que terminar sus deberes de matemática rápida antes de que empiece Sailor Moon. Cuando tengo que cocinarme comida baja en gluten y sin azúcar, me siento la Belén niña con fogajes en la boca, que bebe té de manzanilla para sentirse mejor.
Estaba en el Renzi, pero sentía estar ahí a mis seis años, sin haber pisado nunca antes este cine de chica. Jamás estuve aquí con mi familia, pero este lugar tiene una sensación de familiaridad que acompaña tu estadía. En medio de esa mezcla de frío y ternura, me detuvo la calidez de quien abraza a su padre después de mucho tiempo. Sentados a mi par estaban una nena y su papá. Parecían no haberse visto en mucho tiempo, porque se abrazaban y estaban felices, sonriendo mientras veían una película de terror. Me sorprendió la elección: era una nena muy pequeña para estar viendo una peli así a esa hora. Pero como estaba con su familia, su puse que todo estaba bien.
Los flashes de la película iluminaban sus rostros. Cuando la nena se asustaba, él sus rostros. Cuando la nena se asustaba, el papá la abrazaba y se reían de nuevo.
Cuando terminó la película y se encendieron las luces, vistiendo a la ficción con la amarga realidad, sentí que el viaje en tren había llegado a la estación final. Levanté mi bastón y mi humanidad, y me fui.
A la salida, busqué a esa familia fanática del terror, pero no los encontraba por ningún lado. Le pregunté a mis amigxs si habían visto a ese padre con su hija, si no les pareció raro que estuvieran viendo esa peli siendo la nena tan chiquita.
Jamás me miraron tan raro. Y eso que ya estoy acostumbrada, porque me toca explicarle a mucha gente que soy poeta y discapacitada.
¿Chica, qué hablás? se rieron. No había nadie a tu lado. ¿Cómo va a entrar una nena a ver esta peli?
Estaban ahí, sonriendo les argumenté como quien defiende el pedacito de dignidad que le queda.
Había gente atrás nuestro y adelante explicó Lorena, pero al lado tuyo no había nadie. Los vi. Estoy segura de que los vi.
Y mientras escribía esto, me quedé pensando en todas las películas que vi a lo largo de los años. Pensé en Interestelar, en todos los fenómenos gravitatorios y en cosas que hacen nuestra existencia posible. No hay explicaciones lógicas para lo que presencié, pero jamás hemos dudado de la existencia del amor, aunque nunca lo hayamos visto.
A lo mejor, estuve viendo el recuerdo amoroso de alguien más en el Renzi que venció el tiempo, el olvido y el frío.








