Por Néstor Miranda.
HUACHANA| Fuerte testimonio: "Madre, eh ahí a tu hija" HUACHANA| Fuerte testimonio: "Madre, eh ahí a tu hija"
Toco el vidrio con un respeto no terrenal y me persigno. Hace cuatro horas que llegamos a este lugar de quebrachales, y desde ese momento caminé lentamente en una fila que serpentea en la "zona de oración". Por los altoparlantes es incesante el devenir de misas, rezo de rosarios, canciones de alabanza, palabras de fe y esperanza, y algunas recomendaciones de los curas o servidores.
El viento norte templa este mediodía de invierno, el polvo se levanta y la muchedumbre se siente bendecida por esta Tierra Santa. Al altar se llega cual niño que corre desesperadamente al regazo de su madre. Por ello no importa avanzar en la lenta peregrinación clavando las rodillas en el árido terreno. Hombres y mujeres curvados por los años, caminan todo el tiempo que corre y no transcurre. Madres empujando a sus hijos en sillas de rueda, hacen rodar la esperanza de verlos con vida. Promesantes que eligen el esfuerzo reparador de un largo viaje en bicicletas, o en eternas caminatas que sanan sus pies lacerados. Todos llegan, felices llegan. Agradecen, piden, saludan, están. Hay tanta gente en los alrededores de la zona de oración, que no cabe un alfiler, tampoco cabe la razón.
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"Virgen de Huachana, Tú que fuiste pobre y humilde, ruega por nosotros ante el Señor para que crezca nuestra fe ". En la oración el gentío se enorgullece de ser pobre y humilde, pero mira su interior con disimulo y sabe que su fe es una muy delicada flor que frecuentemente descuida, quizás por esto de mis labios también se escapó: "perdón Madrecita de bondad".
Ésta es la quinta vez que llego a los festejos por la Virgen María en la advocación de la Virgen de Huachana, treinta y uno de julio y primero de agosto son los días que elegí para hacerme una escapadita a mi interior, a mis polvorientos y sedientos caminos abrazados por vinales que amenazan mi equilibrio como espadas romanas en el frente de batalla. A las seis de la mañana, en la terminal de ómnibus de La Banda, dejo la pesada razón que me abruma y la pereza de mis huesos que me tumban, pero llego a mi butaca arrastrado como ese boxeador que reptando por la lona busca las cuerdas para esperar el conteo; y respiro. "Espérame Madre", "ruega por nosotros ante el Señor para que crezca nuestra fe " Enternece ver mujeres y niños con un ramillete de flores en sus manos para su "mama" del monte. El viaje es placentero.
Al llegar al pequeño pueblo, el chofer busca lentamente un lugar entre el hormiguero de gentes para estacionarse, el colectivo no se moverá de allí hasta el día siguiente. Será nuestro lugar de descanso, de mateadas, de almuerzo.
La observación es uno de los estados primitivos de la razón, es difícil deshacerse completamente de ésta. (Al escribir éstas líneas pienso en El Quijote diciendo, " la razón de mi sinrazón ", la mía es para la gloria de Dios). Ni bien pongo los pies en la calle de tierra, unos tres hombres bailanteros, desinhibidos por el alcohol, danzan alegremente bajo la sombra de una lona improlijamente colocada entre un quebracho colorado y el frente del camión, que los trajo hasta este lugar, puesto de culata en un pequeño matorral. Una fogata arde a metros de ellos y la humeante parrilla parece completar su ritual. En el parabrisas del Scania se deja leer, con orgullosa soberbia, "Gracias Virgencita de Huachana. Metán-Salta"; a dos metros de la puerta del conductor, cuatro postes formando un cuadrado, envueltos en un plástico negro cubriendo tres caras, donde en la restante de éstas cuelga una lona, se erige el baño que, para estos pocos días, estaba cumpliendo ya su función. La escena del baile, debo ser sincero, no es práctica común. Intento descubrir las innumerables maneras que elige el "huachanero" para agradar a la Bendita. El primer milagro de Cristo Jesús justifica a estos salteños.
Camino hacia la zona demarcada, donde fuera de ella los mercaderes quedan lejos del templo, buscando la punta final de la serpentina de personas que tomarán gracia en el altar donde permanece la imagen venerada. En el andar se repiten imágenes que bien pueden ser estudiadas y reconocidas como fractales de fe. Desconozco de otras fiestas religiosas del interior santiagueño, pero tengo la certeza de que estuve en todas. En un movimiento en apariencia azaroso, la gente va y viene en todas direcciones, policías con chalecos anaranjados hacen sentir más seguros a los temerosos; es que se está hablando de la presencia de punguistas, éstos tendrán sus justificaciones, Jesús acechado por el dolor y la muerte perdonó al ladrón crucificado a su lado. ¿Puedo decir que vinieron, los pungas, por una causa distinta a la mía?
Cincuenta metros antes de la entrada a la zona de oración, jóvenes vendedores pueblerinos repiten su oferta: "¡velas, velitas!; ¡flores!; ¡promesas!". Recuerdo que en mi primer viaje a estas latitudes, me llamó mucho la atención esas chapitas con distintas formas llamadas promesas.
Compré la que tiene una forma de mujer encinta, deseábamos, con Belén, traer un hijo al mundo, pero la imposibilidad iba cerrando las puertas de la esperanza. ¡Cómo no entender la magnitud de esta fiesta! ¡Cómo no interpretar la soberbia de los letreros en los camiones! ¡Cómo no descifrar los infinitos milagros en el cuchicheo de la gente! El siguiente año vine solo. El médico recomendó a Belén, reposo absoluto; un niño crecía en su vientre. Lo delicado de la situación, decía la ciencia, ameritaba el extremo cuidado. Esa vez traje como ofrenda y testimonio ecografía, análisis de sangre y una muy sentida carta. En marzo de 2017 nació María Grazia, mi hija. La hija de María Santísima. En octubre de ese mismo año fue bautizada en este mismo suelo. Le pusimos una capa verde, como la que posee la imagen sagrada. Fue como orar con hechos: "Madre, he ahí tu hija".
Me pregunto con mucho optimismo qué será de esa niña vestida con capa verde que, por testimonio de su madre, nació con una severa distrofia en el esófago. Los ojos de su mamá destilaban el dolor del amargo trance, mientras preparaba el licuado almuerzo para su niña. La veo y recuerdo aquella tarde de octubre.
El padre Juani, el padre Carlos y otros sacerdotes trabajan incesantemente; celebran misas, bautismos, confiesan. Un puñado de jóvenes voluntarios hacen su parte, repartiendo agua, estampitas, levantando los descuidados papeles tirados en el campo santo, acompañando a los que con gran sufrimiento corporal quieren llegar hasta la imagen sagrada.
Al atardecer me sumo a la procesión que junto a la multitud acompañaremos a la Virgen Santa por las cortas calles de Huachana, delegaciones gauchas pintan el paisaje religioso con veneraciones elegantes y sincronizadas como los pasos de sus caballos. El altoparlante subido a una camioneta llena el aire de canciones, himnos y oraciones. Un sinnúmero de banderas flamean haciendo loas a la Patrona. Tengo la impresión de que algunos caminan por el sólo hecho de caminar, ni se los escucha orar ni cantar; pero recordé que también Jesús alguna vez se quedó callado cuando le preguntaron si era Él el Hijo de Dios. Al concluir este corto caminar, llegamos al lugar de partida, estamos en el templete. La Imagen se quedará en el altar, la misa central es a las veinte.
Ya es una costumbre que el obispo oficie esta misa. En la oscuridad del monte, nos atraviesa un sentimiento de santidad. La bendición de los objetos que traeremos de vuelta a casa para acercar a alguien a la Dulce Madre, el encendido de las infinitas velas, los fuegos artificiales, conjugan el agradecimiento de todo un pueblo. Cantores reconocidos (los Coplanacu siempre están presente, son confesos promesantes) cierran la noche con serenatas a la Virgen.
El amanecer del primero de agosto tiene algunas curiosidades. Todavía en la oscuridad se ven fogatas encendidas, el ir y venir de algunas personas que buscan en el monte un lugar para sus necesidades fisiológicas. Una anciana que de pronto se volvió risueña y hablantina (en todo el viaje de ida pensé que era de esas personas de pocas pulgas), parada en el pasillo del colectivo invitaba a todos los que comenzábamos a abrir los ojos, tres sorbos de caña con ruda. "Que la Pacha Mama cuide de nosotros" decía, y al instante, con una corta carcajada "o mi Virgencita de Huachana". El sincretismo aflora y lo hizo a través de esta anciana.
Un minuto más tarde, como bendiciendo con agua, derramaba caña y ruda alrededor del micro, "que tengamos buen retorno", oraba en voz alta.
La última misa dará comienzo a las ocho. Está en ciernes el regreso a casa. Hay un muy frío viento sur y el padre Juani dice que es una señal de cambio que nos muestra nuestra Madre María. Mientras miro balancearse las hojas de los quebrachos que rodean el templete, creo en estas palabras. Al terminar la celebración, la muchedumbre, los gauchos y caballos se aprestan a acompañar a la Santa Imagen hasta el viejo y pequeño templo, rito que se repite año tras año. Con María Grazia en mis brazos, parado al lado de los últimos bancos del templo, vemos alejarse a la Imagen. "¡Decile chau Virgencita de Huachana, hasta el año que viene!" le digo a mi hija, con angustiante alegría; ella levanta sus manitos y repite "¡hasta el año que viene Virgencita!".










