Por Belén Cianferoni.
Crónica de los Titos Crónica de los Titos
Qué seres especiales los Titos. Quien haya tenido la suerte de conocer a un Tito no puede negar su fantástica composición: mitad chocolate, mitad pileta en verano.
Durante muchos años creí que había tenido el privilegio de contar con un solo Tito: mi tío, Tito Ponce. El encargado de los fuegos artificiales en Navidad, de pinchar la piñata en los cumpleaños, de hacer reír a carcajadas con una sola mirada. Y, por sobre todas las cosas, llevaba sobre sus hombros el peso irrefutable de ser el hombre más fachero de todo Santiago del Estero.
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Perderlo siendo niña fue como perder un dragón. Porque los Titos son así mitológicos.
Estoy convencida de que los Titos no se hacen. Nacen. Con esa magia de origen incierto, con esos ojos dulces que te miran como si siempre tuvieras razón, con esa risa que suena como patio en verano.
Cortázar los llamaba cronopios, Silvio Rodríguez los vio convertidos en unicornios azules, y en La historia sin fin se llamaban Artax.
Pensé que el milagro se me daría solo una vez. Porque la vida, ya sabemos, no se gasta en repetir prodigios. Pero pasó el tiempo, la familia se expandió, y entonces mi hermana se casó. Y el milagro se repitió.
Así apareció en mi vida otro Tito: Tito Pérez. Ingeniero para el mundo, pero para los que sabemos de estas cosas, era el presidente vitalicio de la pileta más linda de Santiago.
Durante mucho tiempo me sorprendí de las risas, de las ocurrencias, de las tardes que se estiraban como chicle solo para escucharle una historia más. Una se acostumbra a estar feliz con una facilidad peligrosa y se olvida del vértigo del silencio.
Porque los Titos son eso: un fenómeno espacio-temporal que desafía toda lógica.
Gente necesaria, si las hay. Pero gente al fin. Y tienen la terrible costumbre de no ser inmortales.
Hace unos días, se apagó su voz. Y se activaron miles de llantos.
El invierno tiene esa manía brutal de no tener piedad.
Pero yo me guardo el consuelo de saber que, en algún lugar del tiempo, los Titos siguen existiendo. Siguen asomando en alguna mesa familiar, se ríen fuerte, prenden fuegos artificiales con los ojos brillando.
Porque los Titos, aunque no estén, se quedan.








